Retorno del islam y cohesión social en España

Conferencia pronunciada en el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)
Madrid, 8 de marzo 2007

El islam en democracia

Quisiera dar las gracias al Centro Superior de Investigaciones Científicas por la invitación a dar esta conferencia, y muy especialmente a Delfina Serrano, investigadora titular del Departamento de Estudios Árabes. Yo no provengo del mundo académico, ni tengo estudios superiores, aunque sí puedo decir que he dedicado la mayor parte de mi vida a la búsqueda del conocimiento. Mi presencia hoy en este foro tiene una significación especial por tratarse de un llamado ‘converso al islam’, es decir: de un ciudadano español, nacido de padres, abuelos y bisabuelos españoles, que ha reconocido en el islam un camino espiritual. No es habitual para un nuevo musulmán que se reconoce, de manera algo naive, como heredero de la tradición andalusí, tenga la oportunidad de dirigirse a algunos de los arabistas más notorios del país, aunque en este caso debería decir las arabistas.

A la hora de realizar su invitación, Delfina Serrano me propuso hablar del libro que acabo de publicar, titulado ‘El islam en democracia’, una colección de artículos escritos en los últimos años, en los que se abordan temas de actualidad, tales como la amenaza de lapidaciones en Nigeria, el caso del imam de Fuengirola, la prisión de Guantánamo, los atentados del 11-M en Atocha, las caricaturas del profeta, la reivindicación del imamato femenino o del acceso de la mujer a la mezquita. Un popurrí de temas que no da para análisis profundos.

‘El islam en democracia’ no es un ensayo, ni una obra de erudición, ni pretende dar respuesta a los temas enunciados. Es más bien un libro modesto, una recopilación de artículos de opinión escritos a lo largo de los últimos años sobre cuestiones que han afectado a los musulmanes españoles. Un libro de opinión como el que presento sí puede tener un interés, no tanto en sus contenidos doctrinales o sus argumentaciones específicas, sino más bien por el hecho de presentar una visión viva del islam en la España contemporánea, desde la perspectiva de un musulmán comprometido socialmente, y que defiende su libertad de conciencia como fundamento del islam, frente a toda clase de fundamentalismo. Esto es lo que pretende decir el libro en cada una de sus páginas, desde su mismo título. Se trata de ver cómo actúa, o cómo puede actuar, el islam en democracia. No se trata pues de hablar del islam como de un todo monolítico susceptible de ser definido como una doctrina cerrada in illo tempore, sino de un camino espiritual que tratan de transitar unos seres humanos concretos, en un contexto específico, aquí y ahora.

No voy a reseñar del libro, sino a utilizarlo para poner sobre la mesa unas cuantas cuestiones, que hacen referencia a la problemática de la identidad española y al mito de al-Andalus, así como a los diferentes modelos de cohesión social. Espero que la presentación no sea demasiado prolija, y que sirva para alimentar el diálogo subsiguiente que, creo, será más interesante que la conferencia. El libro da cuenta de dos combates, o tal vez de un solo combate que presenta dos frentes de batalla. Por un lado, un frente que llamaríamos ‘intra-islámico’, y que defino a bocajarro como ‘el combate contra las interpretaciones totalitarias, misóginas y sectarias del islam’. Es decir: a favor de un islam democrático y social, sensible a los derechos de las mujeres y que acepta la libertad de conciencia y el pluralismo religioso como un bien. A este frente de combate intra-islámico corresponden los artículos sobre la democracia, la libertad de conciencia, la lapidación, los malos tratos, el imamato femenino o el acceso de la mujer a la mezquita. Y muy especialmente la fatua contra el terrorismo firmada por Mansur Escudero como  Secretario de la Comisión Islámica de España.

Esta parte del libro da cuenta de la lucha de la Junta Islámica por la consecución de un islam democrático e igualitario en España. Este modesto libro de artículos de opinión se gesta en el interior de una comunidad interpretativa que se reúne en torno al portal digital Webislam, del cual he sido director, y de Junta Islámica, organización de la cual soy miembro y dirigente. Se trata de una tarea hermenéutica y de de-construcción de las visiones totalitarias del islam, llevada a cabo en equipo, incluso podría decirse que en comunidad. Una tarea que nos sitúa en tensión dialéctica no sólo con los grupos llamados fundamentalistas sino también con la propia tradición jurídica del islam del periodo clásico. Una tradición jurídica que para algunos pasa por ser todo el islam, pero que no es sino una parte de la dilatada tradición islámica.

El otro frente tiene que ver con nuestra condición de ciudadanos españoles y, en mi caso, catalán. La tarea de Junta Islámica se intensifica en el momento de mayor crecimiento de la población musulmana en España, como consecuencia de la inmigración. Es decir, en el contexto en el cual se están produciendo cambios sustanciales en el panorama identitario, religioso y cultural, de nuestro país, y cuando estos cambios generan unas determinadas resistencias. En uno de los artículos del libro, titulado ‘Islamofobia e identidades nacionales’ argumento que “la islamofobia en occidente tiene causas estructurales profundas vinculadas a la historia y a la construcción identitaria de los países europeos”. En el artículo ‘Islam y nacionalismo en Cataluña’ aplico estos mismos criterios a la historiografía nacionalista catalana, apuntando hacia la recuperación de la memoria histórica del islam como un elemento de integración de los inmigrantes musulmanes. En ambos casos, tanto respecto al nacionalismo español como al catalán, abogo por una revisión de la mitología fundacional en aras de una mayor integración del pluralismo. El modelo decimonónico de estado-nación unitario (una religión, una lengua, una nacionalidad) choca con la realidad social de la mayoría de los países en el mundo, y está destinado a ser sepultado por el proceso globalizador.

Estos dos frentes son paralelos. De hecho, combatir el fundamentalismo islámico es la mejor manera de combatir la islamofobia, en la medida en que ambos discursos coinciden en presentar una imagen esencializada y a-histórica del islam. Lo mismo que nos sucede frente al fundamentalismo islámico nos sucede cuando nos enfrentamos a aquellos sectores que mantienen una idea de España como un país esencialmente católico, ligado indisociablemente a una mitología decimonónica reaccionaria, con los Reyes Católicos como cofundadores de un estado que tiene por patrón a Santiago matamoros. En uno y otro sentido nuestro trabajo es el mismo: articular una visión abierta y dinámica de nuestra identidad como musulmanes españoles en el siglo XXI frente a toda visión esencialista.

Islam e identidad nacional en España

Es precisamente a este segundo frente de combate al que hace alusión el título de esta conferencia: retorno del islam y cohesión social en España. Al hablar de islam y cohesión social estamos aludiendo a una problemática propia de las sociedades occidentales del siglo XXI. La conferencia también podría titularse: islam e identidad nacional española. Pero este título ya nos situaría en un terreno esencialista, dándose por hecho que existe algo así como una ‘identidad nacional española’, cosa que no tengo nada claro. En realidad, dicha identidad no es sino una construcción social, y como tal es susceptible de variación en función de las nuevas realidades. Como musulmanes españoles del siglo XXI, la situación actual nos enfrenta a una tarea ineludible de superar los modelos identitarios heredados, en la cual la referencia a al-Andalus parece ser clave.

Hay numerosos acontecimientos reflejados en el libro que dan cuenta del alcance de esta problemática. Me refiero al funeral de estado confesional católico realizado por las víctimas del 11-M, o a la participación de políticos en ejercicio de sus funciones en actos religiosos católicos, la financiación discriminatoria positiva de la Iglesia católica y, sobre, todo el incumplimiento por parte del Estado de la ley de los Acuerdos de Cooperación firmados el año 1992 con la Comisión Islámica de España.

Todos estos elementos ponen en tela de juicio la presunta neutralidad del Estado en materia religiosa, y nos remiten a una realidad social dolorosa pero incuestionable: el retorno del islam a España genera resistencias entre amplios sectores de la población, que actúan como freno a la normalización del pluralismo religioso. Estas resistencias aparecen vinculadas a una determinada concepción de la identidad española. Estas resistencias se dan también en otros países europeos, pero en España tiene unas connotaciones muy particulares, estaría tentado de decir ‘muy españolas’. 

Asistimos a la emergencia de un revisionismo histórico ‘a la inversa’, que pretende reafirmar los mitos fundacionales de la españolidad más arcaizante, mediante la denigración oscurantista de la investigación. En esta clave hay que leer las obras ‘al-Andalus contra España’ y ‘La quimera de al-Andalus’ de Serafín Fanjul, ‘El islam contra España’ de César Vidal o ‘La Yihad en España’ de Gustavo de Arístegui. Obras que responden a un mandato político explícito, y que poco tienen que ver con la investigación o al anhelo de saber. Al mismo tiempo, estas obras pueden verse como una respuesta a otro tipo de literatura pseudo-histórica, que podemos calificar como del esplendor de al-Andalus. Sobre este tema suscribo plenamente el comentario de Mercedes García Arenal:

“Poco tienen que ver la historia y el mito; como todo mito, el de al-Andalus propone un modelo que sublima aspectos de la historia para justificar un programa político. Muchas y diversas voces se han alzado autorizada y ajustadamente contra esta sublimación de al-Andalus y sus ‘tres culturas’, con poco éxito. Porque, al mismo tiempo, se ha producido una especie de contra-mito, o más sencillamente, se ha revivido el mito contrario, que justifica también un programa político y que se alimenta del pensamiento reaccionario decimonónico revitalizado por los miedos que provoca el creciente multiculturalismo y la globalización de la violencia de signo islamista.”

La autora se refiere a continuación a la práctica de seleccionar aspectos negativos de un periodo histórico para desacreditarlo, método muy poco científico, y por el cual sería sencillo poner en la picota a cualquier país en cualquier momento de su historia.

Mercedes García Arenal menciona como paradigmático el libro antes citado de Cesar Vidal, y lo sitúa como origen del discurso de José María Aznar en su primera clase en la Universidad de Georgetown: “Los problemas de España con Al Qaeda comenzaron en el siglo VIII, cuando fue conquistada por los moros y rehusó perder su identidad.” 

En sus siguientes clases, el ex–presidente del gobierno ha ido desgranando su programa. Famosas son las declaraciones del 2/09/2006: “Yo apoyo a Fernando, creo que fue un gran rey (risas). Creo que estamos en tiempo de guerra, son ellos o nosotros. O nosotros acabamos con ellos o ellos acaban con nosotros. No hay término medio”. Y a continuación se refiere al discurso del papa en Ratisbona del siguiente modo: “Cuando mucha gente en el mundo musulmán ha pedido al Papa que se disculpe por su conferencia, yo no he oído a ningún musulmán pedirme disculpas por ocupar España y mantenerla durante ocho siglos.” Y más recientemente, al recibir un doctorado honoris causa en la Universidad católica del Sacro Cuore de Milán, afirmó que las personas que emigren a Europa deberían aceptar sus “valores y principios, de raigambre judeocristiana.”

Todos conocemos el papel que la religión juega en este mito. No me resisto a incluir algunas de las declaraciones de la Conferencia Episcopal Española o de alguno de sus representantes. En la Instrucción Pastoral ‘Orientaciones morales ante la situación actual de España’, Madrid, 23 de noviembre de 2006, se habla de “la unidad histórica, espiritual y cultural de España”, presentada como “un bien que ha de ser tratado con unos determinados criterios morales”, y al hablar de la concreción política de esta unidad espiritual moralmente tan valiosa, se dice lo siguiente:

“no pretendemos que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica, pero sí al conjunto de los valores morales vigentes en nuestra sociedad, vista con respeto y realismo, como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales. Cada sociedad y cada grupo que forma parte de ella tienen derecho a ser dirigidos en la vida pública de acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo.”

¿Cuál es esta ‘historia común y compartida’ que constituye un ‘bien moral’ que debe guiar a los gobernantes? la propia pastoral lo aclara:

“Los diversos pueblos que hoy constituyen el Estado español iniciaron ya un proceso cultural común, y comenzaron  a encontrarse en una cierta comunidad de intereses e incluso de administración como consecuencia de la romanización de nuestro territorio. Favorecido por aquella situación, el anuncio de la fe cristiana alcanzó muy pronto a toda la Península, llegando a constituirse, sin demasiada dilación, en otro elemento fundamental de acercamiento y cohesión. Esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España.”

En esta misma línea, durante la peregrinación a la Iglesia de Santiago el Mayor de Zaragoza, en mayo del año 2005, el cardenal arzobispo de Madrid, monseñor Antonio María Rouco afirmó lo siguiente:

“Muchos apuestan por una España no católica, pero en el fondo el alma de España vibra a través de la historia de su conciencia, de su cultura, de todas las épocas gloriosas de su Historia. En todas ellas ha habido fidelidad de fondo a Cristo, a la búsqueda del Señor… España será cristiana y católica o dejará de existir como tal. Es decir, que si pierde sus raíces, no sólo dejará de ser cristiana católica, sino que dejará de ser España… La consagración que vamos a realizar en la Plaza del Pilar debería recordar las raíces cristianas y católicas de nuestra vida, de nuestro pueblo y de nuestra historia, en el lugar donde la Virgen acompañó a la primera evangelización de España”.

Un notable ejemplo de esta literatura es ‘La yihad en España’, donde Gustavo de Arístegui traza un cuadro poco halagador de la España musulmana. Según el diputado del PP, los visigodos que se reconocieron musulmanes lo hicieron a causa de que eran poco cultos y “nunca entendieron las sutilezas del trinitarismo”. Luego cita una novela de un tal Jesús Sanchez Adalid, titulada ‘El Mozárabe’, para describir la penosa situación de los cristianos bajo el califato omeya. El autor justifica la elección de esta fuente diciendo que la mencionada novela es “de notable rigor histórico”. Por cierto, que Jesús Sánchez Adalid es párroco en un pueblo de Badajoz, y en la presentación de una de sus obras dijo: “mis novelas son una forma de evangelización”. Volviendo a Arístegui, éste se refiere a los almorávides y almohádes como “los primeros movimientos de corte islamista de la historia”, antecedentes directos del “islamismo radical” que, supuestamente, amenaza a la España democrática. Para Arístegui todo lo andalusí es pernicioso, hasta el punto de que toda visión positiva de al-Andalus es presentada como una coartada para la supuesta invasión islámica de España.

Casi siento vergüenza de las citas precedentes. En principio, las palabras de Aznar, de Arístegui o de Rouco Varela no merecerían ser citadas en un foro serio como éste, dedicado al saber. Si han sido citadas es cómo muestras del tipo de discurso al cual nos conduce este revisionismo anti-andalusí, unido a la re-afirmación de una identidad española fuerte, anclada en los viejos mitos del pasado, con los cuales muchos españoles parecen sentirse cómodos.

Desde el punto de vista de un musulmán español, destaca el lugar negativo que ocupan el islam y al-Andalus en esta narrativa. En última instancia, este discurso anti-andalusí pretende que el islam es ajeno a la identidad española, que al-Andalus es una época aparte, en la cual la identidad española fue arrancada por la fuerza de las armas, y la verdadera España arrinconada en los montes asturianos, desde donde inició una gloriosa reconquista. Es habitual encontrarnos con el salto desde el pasado hacia el presente, como si se tratase de situaciones paradigmáticas destinadas a una repetición. Más allá de su evidente pobreza intelectual, estos discursos tienen una visión muy clara sobre los elementos que garantizan tanto la identidad como la cohesión social en la España contemporánea.

En su expresión más extrema, la creciente presencia de los musulmanes en la España del siglo XXI es presentada como una reminiscencia de la invasión musulmana de la España visigoda. Dentro de la misma línea asistimos a la publicación de obras y artículos en los cuales se pretende justificar la expulsión de los moriscos, o se reivindica el legado de los Reyes católicos como fundadores de la nación española. Cuando se reivindica la expulsión de los moriscos con el argumento de que España estaba en guerra con el islam y de que eran una quinta columna que amenazaba la identidad española, es inevitable trazar un paralelo con la situación actual, en la cual es habitual escuchar que estamos en guerra contra el islam y que los inmigrantes musulmanes son quintacolumnistas, que ponen en peligro la identidad española. Lo que no puede negarse de estos discursos es su coherencia interna.

La fuerza de este discurso no estriba en lo brillante o convincente de sus argumentos, sino en el hecho de que se apoya en lo de sobras conocido. España es algo tangible y fácilmente reconocible por cualquiera. La visión decimonónica de España sigue siendo dominante en el imaginario colectivo, de modo que la simple enunciación de cualquiera de los elementos que la componen basta para revelar el cuadro completo en el que se inserta. Todo aquel que se oponga a esta mitología es automáticamente tachado de anti-español o de traidor a la patria. Puede parecer fuera de lugar, pero hace tan sólo unos días, en su visita a Lorca, el presidente del gobierno español tuvo que suspender un acto a causa de la acción de un grupo de unos 300 manifestantes, al grito de “Zapatero, anticristo” y “España cristiana, no musulmana”.  

Si he insistido tanto en este punto es porque ésta es una realidad a la que nos enfrentamos los musulmanes españoles, y porque estos discursos no son simplemente tonterías que se dicen por ahí y de las cuales uno puede prescindir sin más problemas. Al contrario: estos discursos tienen una incidencia real y continuada en nuestras vidas.

No sorprende saber que el propio Mansur Escudero, presidente de Junta Islámica y secretario general de la Comisión Islámica de España durante 16 años, haya sido apodado como ‘Don Julián’, ni que en una editorial de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, DEANES, se afirme que “la Junta Islámica ha expresado numerosas veces su insolidaridad hacia el proyecto nacional español, su hostilidad hacia la tradición histórica y cultural española, así como su oposición a la política exterior española, más bien cabría pensar que ellos consideran bueno cuanto a nosotros nos perjudique.” Tampoco les sorprenderá saber que estamos acostumbrados a recibir correos insultantes, en los cuales el calificativo de renegado es reiterativo. Si la identidad española reside en el catolicismo, los ciudadanos españoles que nos hemos reconocido musulmanes no somos tan sólo unos renegados, sino que incluso somos señalados como traidores a la patria.

Cohesión social y pluralismo religioso

Lo grave es que este discurso se produce en un momento clave de la historia de España, cuando la consolidación del pluralismo religioso es aún muy débil, inmersos e un tiempo marcado por la incorporación a la Unión Europea y los procesos de descentralización inherentes a la globalización. En el contexto contemporáneo no se trabaja en la línea de reforzar una identidad nacional cada vez más frágil, sino en la construcción de una ciudadanía supranacional europea. Es en esta situación de fragilidad identitaria donde se sitúa la creciente presencia de musulmanes en todos los países de la Unión, de procedencias étnicas y nacionales muy diversas. Por si fuera poco, la propia dinámica de la globalización, con su facilidad de comunicación entre los continentes, favorece el hecho de que los inmigrantes mantengan estrechos vínculos con sus países de origen. Nos situamos en tiempos donde la cultura audiovisual se superpone sobre expresiones culturales tradicionales, con flujos de información no controlados por el país de asentamiento. 

Uno de los retos del presente es cómo lograr sociedades cohesionadas y al mismo tiempo respetuosas con el pluralismo, tanto cultural como religioso. A principios del siglo XXI parece claro que las narrativas tradicionales de formación de las identidades nacionales no nos sirven como instrumento para esa cohesión, sino todo lo contrario. Parece claro que, en un sistema democrático, la cohesión social no es concebible mediante la presión de unos colectivos para que adopten la ideología o la religión de otro colectivo.

Ninguno de los campos en los cuales existen identidades diversas puede erigirse en un elemento valido de cohesión social. Esto sucede con la etnicidad, la religión y la ideología. Un régimen que sitúa lo étnico, la raza, como un fundamento de nuestra cohesión, es un estado racista. Un régimen que sitúa la ideología como fundamento de su cohesión es un estado totalitario. Un régimen, o un país, que pretenda situar la religión como fundamento de su identidad como nación, es también un país totalitario, en este caso de corte teocrático. Todo esto es muy esquemático, incluso puede ser calificado de simplista, pero nos ofrece un marco de referencias para el debate sobre la cohesión social y la integración social de los inmigrantes en los países democráticos, que han hecho de la libertad de credo y de conciencia un pilar de su sistema. Esta integración no puede en ningún caso pasar por la aniquilación de sus valores y sus identidades de origen. Una democracia debe crear mecanismos de integración de estas identidades, siempre que no choquen con los valores centrales de la democracia. La diversidad nos remite a los valores más universales como elementos centrales de la identidad común de todos los ciudadanos. Y esto significa emanciparse del modelo esencialista propio del estado-nación decimonónico.

El discurso que critica el multiculturalismo y al mismo tiempo aboga por el mantenimiento de una identidad colectiva basada en la religión y la historiografía decimonónica es contradictorio, al par que peligroso. Digo que es contradictorio, en el sentido de que al proponer un modelo de cohesión social basado en una tradición cultural determinada se está excluyendo a los que no participan de esa tradición, con lo cual se los margina y relega a guetos culturales claramente diferenciados de la cultura dominante. Y digo que es peligroso, porque en última instancia la única solución que aporta es la de asimilarse o permanecer en la marginalidad. En este caso la conversión no es necesariamente el bautismo forzoso al que se vieron sometidos los musulmanes andalusíes, sino la aceptación de lo que se denomina “la cultura judeo-cristiana”, que no sé sabe muy bien de qué se trata, pero que se presenta como una fórmula que dice lo que dice sin decirlo. Recordemos las palabras de Aznar antes citadas, afirmando que las personas que emigren a Europa deberían aceptar sus “valores y principios, de raigambre judeocristiana.”

No creo que sea necesario insistir en este punto: es absurdo invocar la uniformidad cultural o religiosa como medio para lograr la cohesión social. Esta uniformidad no crea necesariamente sociedades cohesionadas, sobre todo cuando esta uniformidad es impositiva. Las que crea son sociedades enfermas, que niegan su propia dinámica interna y se imposibilitan para el cambio. El principio de identidad es la muerte. Una sociedad es un conjunto de relaciones e individuos, relaciones entre individuos y entre ideas, una situación dialogal que implica pluralismo. Es ya un tópico decir que todos somos muchas cosas, tenemos identidades múltiples. Somos europeos, españoles, escritores, investigadores, hombres o mujeres, casados o solteros, blancos o negros, de izquierdas o de derechas, ateos, musulmanes, budistas o cristianos… Todo ello es circunstancial y al mismo tiempo forma parte de nuestra identidad. Depende de la situación concreta un rasgo concreto de nuestra identidad se sitúa en primer plano, pero nunca hasta el punto de anular el resto. Los individuos que comparten una identidad cultural monolítica no se relacionan entre sí como individuos, sino como componentes de la masa. La uniformidad cultural es lo propio de la tribu, y los que la defienden tienen una mentalidad tribal. Frente a esta mentalidad tribal, la democracia se entiende como una sociedad abierta.

Los que reniegan o dificultan el desarrollo del pluralismo cultural y religioso no han entendido la propia dinámica de la democracia. Esto es algo evidente en la España de principios del siglos XXI, la falta de cultura democrática. Y no me refiero necesariamente a derechas o a izquierdas, conceptos por lo demás que aparecen como desdibujados. La falta de sensibilidad hacia el pluralismo religioso y los derechos de las minorías religiosas no es privativo de la derecha españolista, aunque sí más acusado en ella. La falta de cultura democrática en España es un mal que afecta a todos. 

Esta situación es a la larga insostenible. Si nos quedamos con los mitos fundacionales de España como estado-nación, no estaremos en condiciones de afrontar el reto de la plena incorporación de los miembros de las distintas religiones que conviven en nuestro país en una situación de plena igualdad. A nadie se le escapa que estos mitos fundacionales se basan en la exclusión, y que la exclusión ha sido el signo que ha regido la historia de España durante varios siglos.  

La necesidad de al-Andalus

En relación a la historia de España, debemos ser conscientes de la urgencia de una narración inclusiva, una narración en la cual la referencia a la presencia del islam en la España medieval parece inevitable. Se nos dirá que no es necesario mirar hacia el pasado, ya que los propios valores y ordenamiento jurídico de la España democrática favorecen el pluralismo y la integración de la diversidad. Sin embargo, esto pasa por no tener en cuenta el hecho de que si no creamos una nueva narrativa de carácter inclusivo, la vieja narrativa seguirá actuando en el imaginario colectivo. El reconocimiento del pluralismo religioso y la a-confesionalidad del estado presentes en la Constitución del 78 no son instrumentos suficientes, pues nos sitúan en un plano jurídico que no afecta a la imagen que los españoles tienen de su historia. Además, hoy en día son numerosos los sociólogos que han señalado la importancia de hacer participes a todos los ciudadanos de la historia del país de acogida.

Willem Frijhoff es director del proyecto ‘Como lograr una identidad colectiva holandesa en que se reconozcan las distintas culturas que viven en los países bajos’. Según él, los modelos multicultural y asimilacionista están agotados, y en la actualidad se tiende a un tercer modelo, que él califica como ‘participativo’, pero que en España damos en llamar ‘inter-cultural’. Simplificando, diríamos que el modelo multicultural respeta los derechos culturales, sin fomentar la participación o el mestizaje. A este modelo se le acusa de fomentar el aislacionismo de las minorías, tanto culturales como religiosas, y este aislamiento favorece el inmovilismo y el propio cierre identitario de estas comunidades, con lo cual en realidad bajo el paraguas del respeto a sus culturas se les está negando el realizar sus procesos naturales de integración en un entorno diferente. Es un modelo comprensible de cara a las primeras generaciones, pero que fracasa en relación a las segundas y terceras generaciones de inmigrantes. Este modelo, dicho sea de paso, favorece el autoritarismo dentro de las comunidades inmigradas, pero este es otro tema.

El modelo asimilacionista pretende que los inmigrantes deben renunciar a sus identidades de origen y asimilarse al resto. Frente a estos dos modelos, el modelo inter-cultural respeta las diferentes culturas pero fomenta el intercambio. Se trata de trabajar sobre una realidad social de forma no impositiva, mediante acciones-puente, tanto al nivel discursivo como simbólico. En esta línea, Willem Frijhoff afirma que dentro de este paradigma es fundamental que “las segundas y terceras generaciones de inmigrantes puedan identificarse con la historia del país de acogida”. Frijhoff apela el desarrollo de un canon cultural: todo aquello que un grupo de personas han de saber y sentir para percibirse como partes de un mismo proyecto colectivo. Se trata de aplicar técnicas modernas de resolución de conflictos, buscando situar por encima de las diferencias los elementos básicos que generan una unión. En este sentido, descubrimos (con sorpresa) que la religión puede dejar de ser un elemento de separación, siempre que sepamos situar los valores por encima de prácticas culturales concretas. De ahí la importancia del diálogo interreligioso.

Si aplicamos estas ideas a la problemática de la cohesión social en España, resulta evidente el papel que pueden jugar tanto la recuperación de la memoria de al-Andalus como una nueva lectura de las relaciones con Latinoamérica, y esto de cara a los dos colectivos inmigrantes más numerosos, como son los magrebíes y latinos. En ambos casos necesitamos una nueva narrativa, no esencialista, no imperialista, que ponga por encima el intercambio, las influencias interreligiosas e interculturales y el mestizaje a la historia unidireccional del poder.

Aún compartiendo planamente el rechazo que la idealización de al-Andalus provoca en la academia, espero que comprendáis que para un musulmán converso la recuperación de esta memoria histórica es un deber y es también un derecho, además de representar una posibilidad única para cerrar heridas históricas e iniciar una nueva etapa de pluralismo. En las actuales circunstancias, cuando la tensión con la nueva inmigración musulmana no deja de crecer, sería casi suicida renunciar al potencial integrador que representa al-Andalus.

Mi rechazo a la idealización de al-Andalus se debe a varios factores. Esta idealización se corresponde con una visión esencialista, con una concepción narrativa de la historia semejante a aquella que niega. La idealización de al-Andalus es perjudicial para quienes trabajamos por la superación de viejos paradigmas. Tal y como he señalado al principio, nuestra tarea dentro del islam es eminentemente crítica. Crítica respecto al salafismo, la idealización anacrónica de la comunidad profética de Medina como un modelo atemporal que debe ser revivido en el presente. Si nos negamos a aceptar esta idealización anacrónica de la ciudad del profeta, ¿cómo vamos a sustituirla por una idealización igualmente anacrónica de al-Andalus?

El mito de al-Andalus ha conducido a políticas artificiales. Ninguna de las instituciones que explotan hasta el cansancio el mito de al-Andalus han hecho nada por el desarrollo de la libertad religiosa de los musulmanes en España. Y esto es así porque el mito de al-Andalus no tiene por función ayudarnos a construir una narración más inclusiva.

El mito no tiene fuerza contra el mito. Lo que tiene fuerza es situarnos en una concepción dinámica de la historia. Los nacionalistas que hablan del islam como lo propio de la identidad andaluza están cayendo en un paradigma similar al que tratan de negar. ¿Acaso no es este mito tan excluyente como el otro? El mito de al-Andalus no puede nada contra Santiago matamoros. Cabe preguntarse, ¿hasta que punto no lo refuerza? Esto nos conduce a situaciones de enfrentamiento. La reacción anti-andalusí a la que hemos hecho referencia es una muestra de ello.

El mito de al-Andalus esta siendo utilizado políticamente, pero no como un instrumento de cohesión social sino en términos de relaciones exteriores. Como ejemplo de los anacronismos propios de esta clase de discurso, mencionar la exposición ‘El esplendor de los omeyas’, hace unos años en Córdoba. Para la inauguración de esta exposición se hizo venir al presidente de Siria, Bashar el-Asad. Imaginamos a los cerebros del Legado andalusí en sus elucubraciones. Ya que la España medieval fue gobernada por una dinastía que se autodenominaba omeya, y que los omeyas de oriente gobernaron en Damasco, parece lógico pensar que el califato andalusí era sirio y no hispano. Así pues, la exposición sobre la Córdoba de los omeyas es presentada como una revitalización de las relaciones entre Siria y España. En esta narrativa, España es tan España como siempre, y los andalusíes son de Siria. Una lógica aplastante, no por aberrante menos lógica.

Todo ello ofrece buenas razones para que los propios musulmanes españoles rechacemos el mito de al-Andalus. Finalmente, y esta es la razón mayor desde un punto de vista estrictamente analítico, la imagen de una al-Andalus ideal donde convivían armónicamente musulmanes, judíos y cristianos, un paraíso donde todos los ciudadanos vivían en palacios y cantaban poesías acompañados por laúdes es una falacia, mala literatura, esa clase de literatura que repugna al gusto de una persona medianamente culta. 

En relación a al-Andalus y a la historia de España, propongo superar lo que Foucault llamó ‘la historia de las cumbres’, es decir: la historia de los poderosos, de sus batallas y sus entronizaciones. Esa es una parte de la historia, pero no la más importante. Es obvio que las fechas de las dinastías y de las conquistas que han marcado la historia de la humanidad son fundamentales como referentes a la hora de analizar muchos de los cambios operados en los diferentes pueblos. Pero también es obvio que no lo son todo, ni logran explicar muchas de las transformaciones más profundas. La historia de las cumbres ha sido escrita por los poderosos, la mayoría de las veces por los vencedores. A pesar de que este es el material tenido desde antiguo como característicamente histórico, es el material menos fiable. Y esto vale tanto para el pasado como pare el presente.

Cuando los nuevos musulmanes reivindicamos al-Andalus, no nos referimos a los califas o gobernantes de las taifas musulmanas, caudillos en constante guerra, tanto entre sí como con otros caudillos cristianos similares. Para nosotros al-Andalus no tiene que ver con dinastías, taifas o fronteras. Tiene que ver con una cultura, con la vida de la gente. Con Foucault, nos oponemos a la búsqueda de un origen metafísico, y lo remitimos todo a la vida, a ese espacio lleno de contradicciones que es la vida cotidiana. Por eso nos negamos a aceptar que al-Andalus pueda ser reducido a un período histórico determinado por fechas, digamos del 711 al 1492. Aunque es comprensible que los historiadores necesiten acotar el período objeto de sus investigaciones, para nosotros al-Andalus va más allá de las fechas, no puede ser delimitado por ninguna conquista militar. No podemos reducir la historia, ni la historia de los españoles ni de ningún otro pueblo, a una historia del poder. Como si las fechas tuviesen el poder mágico de delimitar los contenidos, de acotar aquello que es por esencia inacotable, como si los procesos históricos complejos tuviesen un principio y un fin, sin antecedentes ni continuidad alguna.

No aceptamos límites temporales ni geográficos precisos, como tampoco aceptamos límites religiosos. Al-Andalus no es únicamente la España musulmana. Al-Andalus es uno de los nombres de España, como lo era Sefarad. Joaquín Vallvé ha puesto de manifiesto que el nombre al-Andalus era utilizado por los árabo-parlantes para referirse a toda la Península Ibérica, y no sólo a los territorios bajo dominio musulmán. Andalusíes son tanto Maimónides como ibn Gabirol. Y no hace falta remitirse a grandes figuras o a eruditos, cualquier individuo que participase de la cultura del momento podía ser considerado andalusí.

A la hora de referirse a la cultura medieval se hace necesario recuperar una mirada inclusiva, que no reduzca la España medieval a la lucha entre caudillos musulmanes y cristianos. Según esta visión, al-Andalus no es la España musulmana, sino el núcleo de la civilización islamo-cristiana. Una civilización que se gesta en el encuentro, y que produjo una cultura superior a otras culturas de su tiempo. Lo que necesitamos no es un mito, sino la recuperación de la memoria histórica, no desde la historia de las cumbres, sino desde la concepción de una civilización plural que fue destruida por las ambiciones políticas de sus gobernantes, fueran éstos musulmanes o cristianos.

Por una civilización islamo-cristiana

Recientemente el medievalista Richard W. Bulliet ha propuesto usar el término civilización islamo-cristiana, un término que me parece del todo exacto para describir nuestro propósito. Reseñando el libro de Bulliet, Maribel Fierro ha escrito:

“¿Cómo definir esa ‘civilización islamo-cristiana’? Como un fructífero y prolongado entrelazamiento de sociedades emparentadas que gozaban de soberanía en regiones geográficas vecinas y que siguieron trayectorias históricas paralelas, ninguna de las cuales puede ser entendida sin la otra.”

Siguiendo este mismo razonamiento, podemos decir que al-Andalus es simplemente el nombre que los árabo-parlantes daban a la civilización islamo-cristiana que se desarrolló durante la Edad Media en la Península Ibérica. Y las guerras entre reyes cristianos y emires musulmanes no son sino luchas internas dentro de una misma civilización, análogas a las producidas posteriormente entre protestantes y católicos. Esta civilización islamo-cristiana tiene una base cultural común en la herencia romana y helenística, a la cual se ha añadido una religión monoteísta, el islam o el cristianismo según los territorios, religiones claramente emparentadas entre si.

Esta civilización islamo-cristiana merece recuperarse como puente. Es cierto que el mito de al-Andalus es una falacia, y aún más tal y como se ha vulgarizado. Pero esto no debe llevarnos a negar todos aquellos elementos que han cimentado el prestigio de la España medieval. Especialmente importantes son dos aspectos: el de la ciencia y el del pluralismo religioso.

La exclusión de lo islámico de la historia de España es paralela a otras exclusiones. Un ejemplo lo encontramos en las historias decimonónicas de la filosofía o de la ciencia, en las cuales se trazaba una continuidad exclusivamente latina, sin referencia alguna a la ciencia y la filosofía desarrolladas en lengua árabe, mal llamada islámica. En el caso de la astronomía, se ha hablado de una revolución científica. Por supuesto, si se ignora toda la ciencia escrita en árabe, es evidente que la teoría de Copérnico representa un salto revolucionario. Pero si tenemos en cuenta la ciencia escrita en árabe, y muy particularmente la ciencia andalusí, en realidad debemos hablar de un progreso continuado de la investigación científica. Y ahí están las figuras-puente de Ibn al-Haytan y sus Dudas sobre Ptolomeo en el siglo XI, o al-Zarqali, conocido como Azarquiel, y sus Tablas Toledanas o su Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas. La ruptura con el modelo geocéntrico no es propia ni exclusiva de la ciencia europea del renacimiento. Lo que si es propio son los desarrollos posteriores, pero no la superación de la astrología ptolemaica. Es incomprensible que España no reivindique su papel clave en el desarrollo científico, lo cual implicaría también un acercamiento a la cultura europea del renacimiento. Me remito a los trabajos del maestro Juan Vernet sobre este punto.

Es cierto que la idea de las tres culturas hace agua y que al-Andalus no fue siempre una tierra de convivencia modélica entre judíos, musulmanes y cristianos. No podía serlo, tratándose de un reino o serie de reinos en constante guerra, en el momento en el cual la religión era el factor central de la identidad de un reino. Podemos hablar de persecuciones de judíos, del régimen discriminatorio que sufrían las minorías religiosas, tanto en las tierras bajo gobierno musulmán como cristiano, aunque con notables diferencias según los tiempos y las circunstancias. Pero es cierto que el grado de tolerancia hacia los creyentes judíos y cristianos fue superior en la España medieval que en muchos otros tiempos y lugares. En este caso se dio un momento de tolerancia que, sin ser aceptable según los parámetros modernos, sí constituye un hito. Pero más importante es el hecho de que en muchos puntos de la Península, y más allá de las políticas oficiales, se dieron períodos relativamente largos de convivencia. Parece cierto que durante algún tiempo la mezquita de Córdoba fue un templo compartido por musulmanes y cristianos, y que cada uno realizaba sus oficios en su tiempo y espacio señalados, y esto a pesar de que se supone que el madhab malikí prohíbe la entrada de no musulmanes en las mezquitas. Y también parece que en la iglesia de San Martín de Arévalo, en Ávila, que fue en tiempos mezquita, hubo culto islámico y cristiano al mismo tiempo. Esto, que suena extraño a los puristas, es en realidad bastante normal. De hecho, la presencia de musulmanes y judíos en iglesias debió ser frecuente, ya que el Concilio de Valladolid del 1322 se vio en la tesitura de condenar “el hecho de que se lleve a los infieles a participar en las vigilias nocturnas, o de incitarles al escándalo de sus voces e instrumentos”. Uno no puede sino imaginarse las juergas que debían montar moros y cristianos en estas iglesias de pueblo, alejadas de control de los censores. Y todo esto, aunque constituya la excepción y no la regla, merece recordarse. Es, en el sentido literal del término, algo memorable. Y como todo aquello que se presenta como novedoso y con el prestigio de lo antiguo, excita la imaginación y aporta sugerencias.

Esta es precisamente la clase de historia que la historia del poder ignora. Desde un punto de vista de la vida cotidiana de las gentes debió ser no sólo normal, sino inevitable. Todo el que viva en un contexto intercultural e interreligioso se verá abocado a ello. Recientemente he sido invitado a una sinagoga, para celebrar la circuncisión del hijo de un amigo judío. Ni hace falta decir que es habitual que los musulmanes españoles acudamos a iglesias y asistamos a la misa, ya sea por casamientos o por entierros de familiares y de amigos, o simplemente por disfrutar de momentos de sosiego. Así pues, no hay que sorprenderse, sino lamentarse de la cerrazón de las autoridades religiosas en su celo por preservar las fronteras imaginarias de su religión.

Lo que pretendo decir con todo esto es lo siguiente: no podemos reducir la vida de las gentes a una concepción monolítica de la religión o de la cultura. Debemos entender que las personas no responden necesariamente ni a estereotipos ni a doctrinas, sino a coyunturas sociales. Es en la recuperación de una visión no esencialista de la historia donde descubrimos las identidades múltiples de España, no en el sentido de las tres culturas perfectamente acotadas entre sí, sino en el sentido, mucho más amplio, de que los distintos individuos participaban en mayor o en menor medida de alguno de los elementos identitarios de la cultura andalusí. Hablamos de cristianos que hablan árabe, de musulmanes que hablan catalán o castellano. Hablamos de judíos musulmanes, de árabes cristianos. Hablamos de un espacio de convivencia donde se hacen posibles las identidades múltiples de los individuos, un espacio secularmente truncado por la historia del poder. Un espacio en el cual un musulmán puede decir: “yo también soy cristiano”, como escribió mi amigo Hashim Ibrahim Cabrera hace unos meses. Tal y como afirma Foucault, la genealogía no funda ni afirma identidades, sino que remueve aquello que se percibía como inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido, muestra la heterogeneidad. Porque no existen identidades fijas y monolíticas más que en la mente de aquellos que quieren imponerse al resto. Y este es, precisamente, el paradigma que necesitamos superar en el presente.

En definitiva, también es cierto que la unificación de la Península Ibérica inicia uno de los periodos más oscuros de la historia de España. Es cierto que los judíos fueron expulsados en la misma fecha de la conquista de Granada. Es cierto que los moriscos sufrieron persecución y torturas, que cientos de sinagogas y mezquitas fueron destruidas, que hubo hogueras de libros escritos en árabe y hebreo, que en muchas zonas hubo un empeño por borrar todo vestigio de la presencia islámica en España. Es cierto que hubo una Inquisición y políticas de limpieza de sangre y de repoblamientos.

Y, sobre todo, es cierto que la presencia del islam en la España medieval y la cultura propiamente andalusí implican una diferencial importante con respecto a la historia de otros países europeos, una influencia perdurable, y fácilmente rastreable más allá de 1492 e incluso del 1610, presente en muchos campos, tales como la lengua, la literatura, la filosofía, la jurisprudencia, la administración del estado, la toponímia, la ciencia, la medicina o el folclore. Por no hablar de la propia religión. ¿Quién puede pensar hoy día en las figuras de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o Miguel de Molinos al margen de esta herencia?

Termino. Abogamos por la recuperación de la memoria histórica del islam andalusí, superando toda tentación mitificadora. Esta recuperación de lo islámico como parte integrante de la identidad española tiene un triple sentido:

Por un lado, rompe con el discurso que sitúa el nacional-catolicismo más reaccionario como factor identitario axial y nos sitúa en el paradigma del pluralismo religioso como horizonte de futuro. No porque al-Andalus represente este horizonte, sino porque el reconocimiento de la importancia del islam en la configuración de España nos remite a un paradigma de intercambio, mezcla, mestizaje. Se trata de trabajar en la línea de la superación de una construcción identitaria esencialista.

Por otro lado, ofrece un elemento de integración a los inmigrantes de religión musulmana, que es hoy uno de los colectivos mayoritarios en España. La referencia a al-Andalus puede ser en este sentido tan negativa como la referencia a la colonización de Sudamérica, se enfrenta a los mismos problemas de relectura de la historia en clave pluralista y de intercambio, y no en clave de supremacía y de dominio.

Además, existe un tercer factor por el cual al-Andalus se ofrece como clave, y es el factor de la geopolítica internacional. En estos momentos España dispone de un capital político y cultural privilegiado para establecer relaciones positivas con el mundo. Por un lado, forma parte de la Unión Europea. Por otro lado mantiene un estrecho vínculo con Latinoamérica, a través de la lengua y de la historia. Con todo esto, nos damos cuenta de que la España del siglo XXI tiene una situación estratégica de privilegio en el panorama internacional, como puente entre Europa, el mundo árabe y Latinoamérica. Una situación que sólo una política inteligente basada en una re-lectura inteligente de su historia podrá utilizar como una verdadera aportación a la civilización universal.

Termino con una última cita. En una ocasión, la arabista María Jesús Viguera Molins escribió unas palabras muy lúcidas sobre los límites de su trabajo como historiadora:

“Cuando realizo este tipo de repasos historiográficos siempre pienso que a posteriori se aprecian los condicionamientos ideológicos de cada etapa, que es difícil captar los desenfoques propios, y que me gustará conocer los míos y los que comparto con mis contemporáneos”.

Esta frase, que denota la humildad característica de una verdadera investigadora, consciente de sus límites, puede y debe aplicarse también a todo lo dicho anteriormente. Y este tal vez sea el sentido de mi presencia hoy en este foro, como una posibilidad de intercambio de diversas perspectivas, todas ellas ideológicamente orientadas, todas ellas aproximaciones lícitas aunque parciales a una misma problemática que requiere de una respuesta gradualmente consensuada. 

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