La sumisión o rendición a Al-lâh conduce naturalmente a aceptar una vía, un modo de comportamiento determinado. Esto es muy importante, pues sino nos mantendríamos en el terreno de la pura teoría, o de la experiencia mística inefable. Pero el islam se afirma como una práctica cotidiana que es compartida por millones de hombres y mujeres a lo largo del planeta. Al contrario de lo que ha sucedido con el cristianismo, la práctica de adoración que caracteriza al islam permanece viva, especialmente en lo que se refiere a los cinco pilares del islam.
Ser musulmán pasa por consolidar una armonía, restablecer la medida de lo real en su acción creadora como horizonte de todos nuestros actos, reintegrar nuestra vida en la Vida, rehacer el mundo según las intuiciones de la divinidad y recorrer el camino de los que se han erguido (as-sirât al-mustaquim), al cual nos introducen los Signos que Al-lâh nos envía. La tradición nos aporta el marco ideal que permite la realización de ese camino, congregando a los musulmanes en torno a cinco practicas fundamentales, según el conocido hadiz, que encuentra múltiples confirmaciones en el Qur’án generoso:
“El islam se basa en cinco pilares: la shahâda, la salat, la zakat, el hajj y el saum del mes de Ramadán”.
En esta tradición nuestro amado Profeta (sallallahu allaihi wa sallam) nos ha facilitado el reconocimiento de lo indispensable para la práctica del dîn. Hay que notar es que el Profeta (saws) no nos dice que el islam sea creer en un dios o en los ángeles, sino en una serie de acciones. La práctica de los pilares nos permite mantenernos en un estado de conciencia sobre nuestro estado natural de criaturas: nuestro carácter efímero y absoluta dependencia de algo anterior a nosotros. Son medios para realizar el sometimiento a Al-lâh, Creador de los cielos y la tierra. Realizar el sometimiento es verificar “lo que es”, no inventar ni añadir nada a la existencia: todos nacemos y morimos musulmanes. Claro que hay una mayor o menor conciencia de este hecho entre las criaturas. El descuido en el cumplimiento de estas acciones provoca una desarmonía, nos impide el total desarrollo de nuestras facultades, así como la plena vivenciación de nuestro destino particular de criatura. Eso es algo que solo con la práctica se asume y comprende con la delicadeza necesaria, sin fanatismos y sin imposiciones externas. La práctica de los arkân no puede forzarse: se nos impone desde dentro con una naturalidad que sobrecoge. La palabra árabe taqua, con su polisemia, da la medida de lo que estamos diciendo: conciencia, atención, estremecimiento.
No pretendemos realizar ninguna tarea crítica ni descriptiva, no se trata de delimitar un tema inabarcable y cuyo sentido solo puede ser captado en la propia experiencia del creyente, pues sobre cada uno actúan los condicionamientos de una forma diferente. Se trata de un lugar (la reflexión, el texto) que nos permita observar los cinco pilares no únicamente de un modo descriptivo, como es habitual, sino formando partes del mismo modelo de vida, nunca como añadidos (ahora esto, ahora lo otro), sino como constantes que se penetran las unas a las otras. Los cinco arkân o pilares sostienen un edificio que no se ve nunca completo, pues tiende siempre a ocupar nuevos horizontes, que sólo un anhelo perfecto alcanzaría. Si no se puede ver es también porque se disemina en los adentros y se expande hacia formas errantes, formas comunitarias, que agrandan la “casa de la paz” (Dar as-salam) de un modo interminable.
Si los arkân son cinco es por que se trata de la suma de los dos números primarios. El dos es el número hembra, número vegetal de la pareja, de la antitesis capaz de recibir a su contrario. Entre los arkan-s esa díada está compuesta por el par salat-zakat, el acto en el cual mostramos nuestra sumisión a Al-lâh, y de nuestra pertenencia a la comunidad humana. Es por eso que en el Qur’án se mencionen muchas veces juntos, definiendo a los creyentes como aquellos que “han establecido la salat y entregan la zakat”. Este par se suma a los pilares que denominamos masculinos, pues se refieren al movimiento del deseo en su búsqueda de un horizonte puro de adoración activa: los tres pilares masculinos son la shahâda, el ayuno, la comprensión de nuestra dependencia a lo exterior a nosotros, así como la resolución de dominar nuestros instintos a favor de una acción no visceral sino germinativa, y el hajj, viaje al corazón o centro representado por la piedra negra: la materia inerte que debe cobrar vida a través de esos actos de entrega a lo absolutamente otro que uno mismo, a través de los cuales el creyente trasciende su propia cualidad de piedra. La peregrinación es la propia vida y orienta nuestros pasos a la consecución de un objetivo permanente, no meramente utilitario. La peregrinación externa es el soporte de ese viaje interior que consiste en alzar nuestro anhelo hacia lo Absoluto, en desvincularse de todo para poder gozarlo sin los estigmas de la posesividad y del egocentrismo.
Todo es indispensable, los pilares se entrelazan formando una figura: el pentagrama cósmico. No casualmente los pilares y las salawât son cinco. El pentágono estrellado era considerado por los pitagóricos como un símbolo de plenitud vital, y pasa por ser espejo universal según los neoplatónicos de Alejandría, tradiciones ambas recogidas por los “Hermanos de la pureza” en su enciclopedia. ¿De que ha de servir el reconocimiento de nuestra pertenencia al uno (shahâda) sin la salat, la zakat, el haÿÿ y el saum? ¿De que ha de servir el reconocimiento de que Al-lâh se comunica sino es para aceptar esa comunicación y orientar nuestras vidas a la reconstrucción de esa Unidad? Somos seres incompletos si no cumplimos con los cinco arkân, verdadero tesoro a través del cual una comunidad se configura. El cinco alude al hombre que despliega sus brazos: la cabeza y las cuatro extremidades se unen en el centro, el corazón que bombea sus latidos a los extremos del cuerpo. No cumplir un pilar es como renunciar a un brazo o a una pierna, del mismo modo que renunciar a la shahâda es separar la cabeza de su cuerpo, del inmenso cuerpo de todo lo creado. Es la misma energía la que recorre todo, que es distribuida armónicamente para que el hombre pueda fluir sin trabas, sin esos nudos energéticos que a veces se le ponen en la espalda, en el cerebro, en la mirada… Eso da lugar a una imagen: si las cuatro extremidades tienen asimismo cinco extremidades (dedos), es hasta cierto punto lógico imaginar una corona de cinco puntas para el hombre que distribuye armónicamente su energía. Sea esto una imagen ficticia o una realidad que escapa a los sentidos. Es la aureola, el turbante que corona al hombre realizado.
Los pilares del islam nos conducen a la participación activa en un mundo que se manifiesta como una belleza arrolladora. No son meros actos fantasmales sino acciones que permiten canalizar nuestra energía, purificar nuestra intención y despojarnos de las trabas que frenan nuestro crecimiento. El despojamiento al que la práctica consciente de los pilares nos conduce es un despojamiento de lo condicionado a favor del establecimiento de unos lazos sutiles con lo manifiesto. El islam es un modo de armonizarnos con todo lo que nos rodea, un modo al cual no es ajeno el esfuerzo, la piedra angular de todo crecimiento. El yihad posee esa doble cualidad masculina-femenina en que dividíamos los arkân y la shahada, y ese es uno de los motivos por los cuales no sea incluido entre ellos: se trata de la síntesis que capacita, de la actitud necesaria para que la práctica de los arkân sea fecunda, y ese es el motivo por el cual todas las definiciones de los pilares acaben mencionándolo, situándolo fuera pero en la misma base del edificio en movimiento: participación del hombre en un Universo que se expande y se contrae, que emana constantemente desde el Uno.
Shahada
El primer pilar del islam es la Shahada o testimonio, que hace que un hombre sea reconocido por los musulmanes como miembro de su comunidad. Para ser musulmán basta con decir delante de dos musulmanes:
Ashadu ala il-lâha ila Al-lâh
Ashadu anna Muhámmadun Rasulu Al-lâh
Que podríamos traducir como: “testifico que no existe nada real aparte de Al-lâh, y testifico que Muhámmad es Mensajero de Al-lâh”. El original árabe no dice “su mensajero”, como suele traducirse, implicando una exclusividad que no se corresponde con las enseñanzas del Qur’án. Más bien, dice: es uno de sus mensajeros. Es el testimonio consciente de que la Realidad es Una, y de la transmisión profética como la posibilidad de lo múltiple de unificarse con lo Uno. Es la más inmediata consecuencia de un aprendizaje silencioso: aquel que va del niño hacia el adulto. El niño está naturalmente en fitra, vive en la luz del instante con una naturalidad que no requiere de la palabra para alcanzar su cumplimiento, pero el adulto adquiere la conciencia y con ella se abre una brecha entre la realidad y el ego. Es entonces cuando la ‘ibada se hace indispensable, y la shahâda es el reconocimiento consciente de que es necesaria una Vía que nos permita reconducir nuestras pulsiones hacia el Uno, devolverlas constantemente a lo Real.
El reconocimiento y la abertura hacia el mundo fenoménico implica la aceptación del límite y la forma, la captación de una multiplicidad que nos incluye. Somos fragmentos de una realidad que se unifica mediante la adoración al todo que nos guía, que nos acuna y reconduce a través de las formas, haciéndonos aceptar nuestra separación espacial como camino. Esa separación es necesaria, como lo es tener una conciencia aparte del todo para poder captarlo. Es necesario que seamos desgajados del Uno para hacernos plenamente conscientes de la cualidad del Uno, es necesario que la Unidad se haga inaccesible para provocar el amor que nos impulsa. Pronunciar la shahada es reconocer que dicho desgajamiento no es Real más que en la medida en que nos posibilita captar la Unidad más plenamente, que nos inflama y conduce a la entrega meritoria, no meramente instintiva, sino dulce y acorde con el resplandor de lo creado.
La primera parte de la shahada —Ashadu ala il-lâha ila Al-lâh— es el reconocimiento de la Unicidad de la existencia: de que todos somos uno, de que provenimos de la misma fuente. Someterse a Al-lâh implica reconocer que la Realidad es Una, que todos somos en el fondo parte de lo mismo, más allá de nuestras diferencia de formas o costumbres. Para los musulmanes, todo lo que no es Al-lâh carece de una existencia plena. Esto tiene unas consecuencias enormes en la vida del musulmán, le produce una sensación de desapego y le facilita enormemente el superar cualquier dolor como algo transitorio. Es corriente oír repetir en boca de los musulmanes la fórmula “Alhamdulil-lâh”, “alabado sea Al-lâh”, ante una dificultad aparentemente insuperable. Mediante esta fórmula el musulmán se libera del agobio y reconoce que aquello que ve como un problema no lo es para el Creador de la existencia. El musulmán considera que todas las dificultades son al fin borradas por la propia marcha de las cosas, pues el tiempo no ha de detenerse por nuestros problemas, por grandes que estos nos parezcan. Todo lo que no nos deja conciliar el sueño mañana será nada: eso es lo que quiere decir “Alhamdulil-lâh”.
Si la primera parte de la shahâda es el reconocimiento de que —más allá de lo aparente— la Realidad es Una e insondable, la segunda es el reconocimiento del hecho decisivo de la Profecía. Retornar a lo Real a través de la palabra solo es posible mediante la aceptación de un Mensaje que surge de lo Real, de eso que el Qur’án menciona como “atención a los Signos”. Ese Mensaje es la revelación y adquiere su carácter lingüístico, racional y gustativo en lo que nos transmiten los profetas. Reconocer y aceptar la Profecía es enfrentarse al mundo como signo, saber que todo es una manifestación de Al-lâh. La revelación es la posibilidad que tenemos todos de recibir un mensaje no discursivo, en nuestro corazón. Todo en la Creación nos habla con el lenguaje de la revelación. Si miramos bien las cosas, de un modo directo y en profundidad, estas nos aparecen con una luz propia. Es por eso que los musulmanes no tienen dogmas, y aceptan la incertidumbre como un hecho incuestionable de la existencia humana. Todos sus escritos o charlas suelen acabar con la frase Wa Al-lâhu ‘alam: “pero sólo Al-lâh sabe”, como reconocimiento de que las razón no puede abarcar la inmensidad de las cosas, todos los matices de la realidad, las dimensiones y los colores de la naturaleza.
La segunda parte de la shahada implica aceptar el magisterio de Muhámmad —que la paz de Al-lâh sea con él, y Su salat. La humanidad de Muhammad (saws) es algo que nos despierta la más viva admiración, y si ésta jamás puede derivar hacia la adoración es a causa del carácter absolutamente humano de sus cualidades, unas cualidades a la que aspira cualquier hombre sano, se reconozca musulmán o no. Estas cualidades son lo que nos unen a él como a un amigo, como a alguien cercano y muy alejado de la imagen-tópica del “profeta iracundo” (voz que clama en el desierto) y otras imágenes codificadas por la cultura de la imagen, donde todo lo que tiene que ver con la espiritualidad ha quedado distorsionado y asociado con formas extrañas de comportamiento. Según nos lo describe la tradición, Muhámmad era un hombre paciente y cariñoso, un hombre ponderado, justo, tierno, jovial y generoso, muy cercano a los suyos, siempre rodeado de gentes a las que, literalmente, se regalaba. El círculo de los suyos abarcaba toda la comunidad de musulmanes e incluso, según nos refieren las crónicas, era capaz de abarcar más allá de la presencia para hacerse uno con gentes de otras dimensiones, de otras creencias, de otras tierras. Su conexión con los que le rodeaban era tan intensa que se nos dice que sentía el dolor de un musulmán en la distancia. Cuando a uno de los suyos recibía una herida él sufría esa herida con idéntica fuerza, pues Muhammad estaba indisociablemente unido a los suyos. El cuidaba de sus cosas, limpiaba su casa y remendaba sus vestidos. Jamás abusó de nadie, ni exigió nada a nadie que no estuviera en su naturaleza. La sensibilidad hacia los demás queda patente en las colecciones de hadices, donde su atención a los demás y su capacidad de penetración en el corazón del otro se nos muestra como una misericordia. Es este hombre “digno de alabanza” (según el significado de su nombre) el que ha sido escogido por Al-lâh como sello de la Profecía. Muhámmad (s.a.s.) no aprendió modales en ninguna escuela, no fue educado en ninguna religión. Fue Allâh —a través de la propia naturaleza— quien lo hizo capaz de abrirse a los demás de una manera omniabarcante, omnicomprensiva. Su naturalidad en el trato, lejos de toda imagen de dignidad externa, era una sorpresa para los extraños que se acercaban esperando ver a un “profeta entronizado”. Pero él siempre trabajó por los demás y para los demás, para unir a los hombres en torno a lo único capaz de unirlos: la Palabra de Allâh, una palabra no humana —no limitada por los intereses particulares— sino común a todos los hombres en todos los tiempos y en todas las circunstancias. Evocar a Muhámmad (saws) es evocar el hecho de la intersección entre la eternidad de la Palabra de Al-lâh y su manifestación entre los hombres, su paso por los labios del Profeta como medio escogido para que el Mensaje nos llegue de una forma verídica y completa. Esta es una buena ocasión para invitar a la recitación pausada, a la repetición de ese acto de propagación de la Palabra de Al-lâh cuyo ejemplo supremo tenemos en el Mensajero (saws). La aparente frialdad de la página escrita (aunque la lectura también sea capaz —y mucho— de provocar la resonancia buscada) no puede nada frente al carácter íntimo de esa palabra que sale de los labios como una emanación, como un aliento musical que llena el aire de calidez y nos pone en movimiento, pues la Palabra hablada es esencialmente compartida, mientras su correlato escrito solo es necesario como conservador, nos posibilita el estudio cuyo fin es el perfeccionamiento del hombre para el mundo.
Salat
El segundo pilar la Salat, la oración ritual, que los musulmanes realizan cinco veces al día. Consiste en una serie de gestos precisos, que enmarcan la recitación de la palabra revelada y la postración. La etimología de la palabra salat nos enseña que significa “abrasarse, desvanecerse”. Con la Salat, el musulmán se extingue y da paso a la Presencia de su Señor, se diluye para que sea Él quien lo conduzca. El reconocimiento de su pequeñez frente a la inmensidad conduce al musulmán a la postración, al desmoronamiento. La Salat le ayuda a mantener esa actitud a lo largo de la vida, a afirmar el sometimiento a la existencia, reconociéndola como algo que le ha sido dado sin que él hiciera nada para ello, como un puro regalo.
La acción de recogerse es lo que nos permite ir encontrando en nosotros mismos el modo de penetrar la realidad, de escapar a las determinaciones sin sentido. Nos permite recobrar el gusto, recobrar el tacto, la visión, el olfato. Recogerse en la salat es romper con lo que nos dispersa. La salat es la fuerza de la ummah, es aquello que hace que los musulmanes sean hombres libres, capaces de encontrar en la intimidad de los sentidos, en el recuerdo de su origen absoluto, un camino personal hacia lo abierto. Vamos al salat con todo nuestro ruido encima, con nuestras fantasías y las agresiones de un entorno muchas veces agresivo, que tiende a destruir nuestra sensibilidad, a meternos en su transito furioso. Hacemos las abluciones, recitamos la fatiha, nos postramos con el recuerdo de Al-lâh, recobramos nuestra dimensión adámica de criatura y nos levantamos ante Al-lâh. Surgimos dla Salat como hombres capaces de afrontar nuestro presente cotidiano con la tranquilidad necesaria. Eso es importante: la Salat es algo cotidiano, no el sueño de grandes cambios, de nuevas fantasías, sino la determinación de enderezarse lentamente, de ir puliendo nuestras vidas al mandato de nuestros más auténticos deseos, de irnos acercando poco a poco al Creador, en la simple medida en que es posible.
La Salat es el corazón del islam, y marca toda la existencia del musulmán, del mismo modo que la postración se sitúa en su centro. Las recurrentes llamadas al Salat vertebran la vida del musulmán, no dando lugar a la continuidad de las ficciones. La linealidad queda truncada por la inmersión en el instante, donde resuena la Palabra revelada y se alcanza el silencio, en la meditación sin centro. En cada postración perdemos continuidad y nos levantamos ante la realidad transfigurada. Es un modo de sumergirse en el océano infinito, desconectar cinco veces al día de la cotidianidad para mantenerse conciente de Al-lâh.
La salat es una llave, y depende de cada uno usarla convenientemente. El único modo posible de hacerlo es ser fieles al modo en el cual fue revelada, pues en su perfección formal está su fuerza. Lo que le atañe al hombre es, una vez aprehendida esa forma, es poner la intención correcta. De la intención y capacidad de cada uno a la hora de sumergirse en el instante dependen muchas cosas… Intención, gestualidad, recitación y postración configuran la salat. La precisión en los gestos nos remite a nuestra capacidad de controlar el cuerpo, pero no se trata de un control represivo, sino de ser capaces de precisión y profundización en cada gesto. El simple hecho de levantar una taza de té puede adquirir en ciertos hombres un valor inmenso, casi musical. En el centro de la salat se sitúa la postración, el gesto que caracteriza al musulmán, el gesto de los gestos. La visión del mundo, el asombro ante la Majestad de lo creado, nos conduce de un modo natural a la postración, al reconocimiento de algo que nos sobrepasa. El suyyud se sitúa en el centro de la salat como el corazón en el pecho del creyente: protegido por la formulación precisa de un ritual que lo recoge y acuna, rito que expresa el deseo de hacer de ese momento un instante único, donde el hombre se vuelca y se sumerge, donde pone su cabeza sobre el suelo, por debajo de su corazón, aceptando su humanidad como una bendición y la existencia como algo no reducible a lo que controlamos. Se trata de la entrega total que nos desvía de la avidez del pensamiento, momento de des-sublimación de toda fantasía, de los contenidos dispersos de una existencia separada. Para el hombre inconsciente, el único modo reconocible de participación estriba en la posesión, lo contrario de la entrega. En la salat, por el contrario, somos conscientes de que la posesión nos separa aún más de la Totalidad, siendo así, asumimos la pobreza de todas nuestras creaciones, de todos nuestros pensamientos, de todas nuestras posesiones. Todo en la salat está regido por la culminación en ese instante de reconocimiento mediante el cual el musulmán se sabe ser creado, abandona todo principio de identidad que lo encierra en unos moldes, se reconoce siervo y se sumerge en la materia para nacer al Universo de los Signos.
La práctica de las cinco salawât marcan el ritmo diario del creyente. Contrariamente a lo que es habitual en occidente, en el islam el día se inicia con la puesta del sol, instante en que la luz desciende. Esto indica que el hombre se orienta primero hacia la introspección y los momentos de intimidad con la familia, hacia ese espacio abierto que es la noche, y que no concibe sus días en función del trabajo, de su carácter productivo. La belleza de la salat al-magreb, cuando el sol acaba de desaparecer del horizonte, nos trae la calma del comienzo, del declinar de la tensión de la jornada. Tras el magreb se abre un espacio para la recitación o el recuerdo, para la lectura pausada de los Signos, el recuento de lo acaecido. La salat de la noche, al-‘isha, es el momento de penetrar lo oscuro, reconocer lo informe como origen de todo desarrollo, entrar concientemente en el abismo de la noche en busca del reposo. Buscar el reposo en lo indeterminado es abandonar las formas y sumergirse en la inconsciencia reparadora de la noche. El salat al-‘isha culmina las primeras horas del día y es la puerta de una clase de actividad que el hombre no controla, el sueño. Lo que sucede en el sueño es parte de la vida, incide en nosotros y en nuestro entorno tanto como aquello que sucede durante el día. De ahí la importancia de la salat nocturna, guardiana y protectora de los sucesos de la noche. La salat-as-subh, al amanecer, nos procura la conciencia del retorno, del despertar del hombre como el día, un habitar lo oscuro que nos sitúa ante todo desarrollo. La práctica del salat-as-subh nos quita las telarañas de los ojos, nos abre la mirada a un mundo que se ofrece siempre como inicio. Penetramos en el mundo con todos los contenidos latentes de la noche, en un amanecer a las posibilidades y a las limitaciones de lo manifiesto. La sensación de apertura de los labios en la pronunciación pausada de la fâtiha predice el clarear del día. La belleza del subh es la belleza potencial de lo que es recogido de su nacimiento. A partir de aquí todo acontecimiento es necesario, y no un mero suceso mecánico y sin alma. Limpiar la mirada es predisponerse a reconocer en todo un Signo, iniciarse en la cotidianidad introduciendo un matiz contemplativo. De subh al duhur transcurre la jornada: tiempo para el comercio, para los encuentros, acudir al mercado… La salat de mediodía (salat ad-duhur) nos sitúa en el momento en el cual el sol cenital nos abrasa, donde la luz es más cercana. Suele ser el momento de máxima actividad de la mañana, y su práctica nos sitúa ante el sol meridiano, produciendo un suave efecto sobre el hombre activo. El sol cenital ha sido equiparado con el “diablo meridiano”, con la acidia o melancolía. En este momento decisivo el hombre debe protegerse de la claridad abrasadora de lo externo hasta la intimidad de la palabra recitada. A partir de ahí una tensión secreta cede y entramos en la segunda parte del día. La salat de la tarde (salat al-‘asr), cuando el sol desfallece. Se mide por el momento en que la sombra de una cosa es idéntica en tamaño a la cosa misma, símbolo preciso de la identidad entre lo visible y lo invisible. La identidad entre una figura y su sombra indica nuestra proyección formal sobre la tierra, una proyección de nuestros anhelos de criatura que se dobla. Esa sombra es aquello que hemos proyectado en los demás a través de la jornada, que ahora se retira al interior de la criatura. El declinar del sol es la señal de la continuación de un proceso de desdoblamiento que se extiende en la noche. El momento del duhr, cuando el sol en su cenit anula toda sombra, da paso a ese desdoblamiento necesario. Debemos penetrar en el atardecer con esa conciencia de nuestra parte inconsciente que se extiende para penetrar la noche, noche del no-saber que ha de traernos la necesidad de la plegaria, del despertar a ese saber que es únicamente gustativo, al reposo del ser, ausencia de distancias y latido.
La práctica consciente de las cinco salawât es un reto, cuyo cumplimiento preciso debe hacernos acoplar nuestra vida al ritmo de la luz natural sobre la tierra. Esto en la sociedad moderna se ha perdido. La luz artificial nos permite entrar en la noche sin conciencia de la oscuridad que nos rodea. Aunque, desde otro punto de vista, debemos decir que eso ha sido algo querido por Al-lâh, tal vez para hacer más difícil la práctica del Dîn en el final de los tiempos. Solo Al-lâh sabe.
Las salawât nos dan una medida de desarrollo, una medida que se enlaza ampliamente con la escatología. Cada movimiento o postura tienen una significación precisa, llena de resonancias. La interpenetración entre la palabra y el movimiento, entre el cuerpo y el intelecto, entre lo interior y lo exterior. La recitación incluye de una forma imborrable la Palabra de Al-lâh en nuestra actividad diaria, en el propio hecho de moverse, de articular los músculos del cuerpo, de flexionarnos, sentarnos, erguirnos… poner en movimiento el cuerpo al mandato de la Palabra es algo que se automatiza (hasta cierto punto), independiente del raciocinio, para que el raciocinio permanezca abierto a las donaciones de sentido, en medio de la entrega.
Zakat
El tercer pilar del islam es la zakât, la purificación de los bienes terrenales. Debe entregarse anualmente y consiste en un determinado porcentaje sobre bienes concretos. Cada año, el día de la ‘âshûrâ del mes de muhárram (el décimo día del primer mes lunar) los musulmanes hacen cuentas para cumplir con esta obligación y entregan parte de sus bienes a los necesitados. En la sura 9, en el ayat 60, se mencionan los destinatarios “naturales” de la zakât:
“Las ofrendas dadas por Al-lâh son sólo para los pobres,
los necesitados, los que se ocupan de ellas,
aquellos cuyos corazones deben ser reconciliados,
para la liberación de seres humanos de la esclavitud,
para aquellos que están agobiados por deudas,
por la causa de Al-lâh y el viajero:
es una prescripción de Al-lâh,
y Al-lâh es omnisciente, sabio”.
La palabra zakât aparece en el Qur’án unas treinta y cuatro veces, y otras es mencionada indirectamente. En muchas de estas ocasiones acompaña a la orden de realizar la zakât:
“wa aqîmû salât wa âtû zakât”
“Estableced la salât y entregad la zakât”, lo cual quiere decir que ambos son indisociables. Del mismo modo que la salât implica el sometimiento a Al-lâh de todo nuestro ser y nuestro cuerpo, mediante la zakât nos sometemos desde un punto comunitario, considerando nuestros bienes no como nuestros sino como de Al-lâh, y que por tanto deben revertir sobre la ummah.
Al dar la zakât devolvemos algo de lo que Su generosidad ha puesto en nuestras manos, lo devolvemos al mundo del cual lo hemos tomado como parte necesaria según las leyes lícitas del intercambio. Es algo necesario para el libre gozo de lo que hemos logrado, sabedores de que toda posesión es pasajera, que no hay nada esencial que nos vincule a los bienes materiales, por muy apegados que estemos a ellos. Es por ello que se nos habla de una “purificación de nuestros bienes” (Qur’án 19; 55), y en esta dirección podemos definir la zakât como la conciencia de que nada de lo que tenemos es realmente nuestro.
Zakât significa purificación material que nos pone en estado de tahara frente al cuerpo social. Del mismo modo que existe una purificación interna, y que realizamos las abluciones antes de la salat, sin la zakât todo eso no sirve para nada, nos deja cojos… y convierte nuestro islam en puro solipsismo, que es lo que el islam no puede ser en ningún caso. El sometimiento debe llevarse a todos los terrenos.
La zakât es la conciencia de que toda posesión es pasajera, de que no hay nada esencial que nos vincule a los bienes materiales, por muy apegados que estemos a ellos. Generalmente se confunde con la limosna, pero la diferencia es muy importante. La limosna puede tener un efecto benéfico sobre el carácter, pero es una entrega que se realiza en cierto modo desde el ego. Un ego ennoblecido, pero al fin y al cabo el hombre que da una limosna cree ser generoso, le hace sentir bien consigo mismo. Por ello la zakât se considera obligatoria. Reconocer a los demás un derecho sobre nuestras posesiones es muy diferente a dar una limosna. Implica reconocer que todo pertenece a la comunidad y que Al-lâh ha depositado en unos determinados hombres unas posesiones para que sean administradas a favor de la comunidad. Se trata de algo natural para el hombre que ha reconocido la unicidad de la existencia, un reconocimiento que nos conduce a un igualitarismo extremo.
El Saum o ayuno del mes de Ramadán
Dijo el Profeta Muhammad (Paz y Bendiciones de Al-lâh):
“Os ha venido el mes de Ramadán, un mes bendito,
en el cual Al-lâh os impuso ayunar.
En él son abiertas las puertas del Jardín
y los demonios son encadenados”.
Los que lo miran de fuera difícilmente comprenden que el Ramadán es una fiesta, que en este mes la Rahma (Misericordia creadora) fluye entre los musulmanes y el Shaytán es encadenado. Difícilmente pueden comprender lo que esto significa: la pertenencia a una comunidad de hombres que comparten el sentido de una dimensión trascendente de la vida, y por tanto se niegan a vivir únicamente como consumidores-productores, como objetos sin otro sentido que el utilitario.
La sensación de ser uno entre mil millones de personas que ayunan al unísono es vertiginosa. No únicamente ayunamos con los familiares, amigos y hermanos que nos rodean, sino que ese lazo se extiende a toda la ummah y, más allá de todo sectarismo, a la humanidad en su conjunto. La privación voluntaria es una decisión espiritual que tiene por objeto hacerse consciente de la precariedad del cuerpo. El séptimo día de ayuno, parado ante una pastelería. ¿No es absurdo el ayuno en medio de tanto despilfarro? Al día siguiente mis hermanos me hablan de la dureza de su ayuno, trabajadores de la construcción. La dificultad de vivir el ayuno en el corazón de una sociedad dedicada al consumo y al culto de sus apetitos más primarios. A pesar de todos los inconvenientes, mis hermanos me hablan de la alegría de su ayuno. ¿Qué es lo que mueve a millones de personas a privarse de alimentos desde el alba hasta el ocaso durante todo un mes?
Sentimos nuestra pequeñez, pero también podemos comprobar de un modo inmediato la importancia de nuestros propios actos. Somos hacedores y parte de esta comunidad inmensa, y esa pertenencia no nos implica dejar de ser nosotros mismos sino todo lo contrario: hacernos conscientes de nuestro propio cuerpo, de las venas que lo surcan y la fuerza que lo mueve. Se trata de hacernos conscientes de los derechos del cuerpo y mostrar nuestra solidaridad con todos los desheredados de la tierra, con esos millones de hombres que pasan hambre involuntariamente, tan sólo por el afán de lucro de unos pocos. Para el hombre entregado a Al-lâh cada vida es un don irremplazable, no existen jerarquías sociales que puedan ponerse por encima del hecho de que todos los seres creados, al mismo tiempo que individuos completos, somos uno. Nuestro ayuno voluntario se mezcla con el sufrimiento de los que no tienen otra elección que el hambre, de los que sufren el castigo de la usura, o de las inclemencias de la naturaleza.
A través del ayuno, los musulmanes encontramos en el camino de Al-lâh aquello que nos libra de todas las ficciones y nos devuelve a nuestra condición de insân, de ser humano consciente de sus límites, de criatura dedicada a la adoración y al recuerdo de Al-lâh en todas sus acciones. En el tiempo del ayuno hemos dejado atrás todas nuestras fantasías para centrarnos en lo más inmediato, en nuestro propio cuerpo y sus necesidades. El Ramadán nos ayuda a reafirmarnos en nuestras intenciones más secretas. Eso que realmente somos se nos hace transparente. La conciencia de nuestro cuerpo nos conduce a un saber más hondo que la idea, a un saber de la materia, de la respiración y los procesos fisiológicos que nos integran en la vida. La conciencia de dichos procesos ilumina, nos sitúa en el tiempo y el espacio, en el aquí y en el ahora, para poder realizarlo plenamente, según lo que está escrito.
Frente al esfuerzo activo del trabajo, el esfuerzo de ayunar es pasivo: consiste en no realizar unas acciones concretas, que están entre las más básicas de cada día: la abstención de comer, beber, y tener relaciones sexuales desde el amanecer hasta el ocaso. Esta aparente pasividad no es dejadez sino abandono: se trata de poner enteramente nuestras fuerzas en Al-lâh. Una entrega tan absoluta como necesaria, que nos hace capaces de aceptar y cuidar plenamente todo aquello que Él nos ha entregado. El hambre nos revela la precariedad de nuestro propio cuerpo. Lo mismo que le sucede al cuerpo cuando no come le sucede a nuestra verdadera naturaleza cuando le privamos del alimento del recuerdo, cuando no realizamos el salat cinco veces al día, cuando no somos capaces de entrar en intimidad con nuestro Señor en la rememoración de Sus más bellos Nombres. Privarnos de esas sensaciones, de esa memoria del origen, es seguir viviendo en la inconsciencia. Por ello damos las gracias constantemente a Al-lâh, por habernos revelado —a través del Qur’án y la Sunna de nuestro amado Profeta— los medios necesarios para alcanzar la plena dimensión del ser humano, abierto a una Realidad capaz de colmar todas sus aspiraciones si se postra, si sabemos escoger el camino de la entrega a la Realidad Única, a al-Yami, el principio generador de vida que todo lo reúne. Le damos las gracias por habernos revelado un camino de pertenencia a una comunidad de hombres vinculados entre sí en el desarrollo de sus más nobles cualidades. La Shahada, la Salat, la Zakat, el Hajj y el Saum del mes de Ramadán se entretejen en la vida del creyente para ofrecerle una posibilidad de enraizarse en la Realidad a través de unos actos cargados de sentido. Trazan el camino necesario para evitar la dispersión y encauzar nuestras fuerzas hacia el logro de una vida plena, que supere el estado de inercia al cual nos conducen el egoísmo y la pereza.
Este mes es propicio para la recitación del Qur’án, para el recuerdo (dikr), para interiorizar la Palabra revelada. Más allá de los dogmas y las opiniones, de las doctrinas y las ideologías, el Qur’án se presenta como esa Palabra capaz de unir a los hombres en torno a la Verdad creadora, con sus múltiples modos de manifestarse. La variedad se nos presenta como una bendición justo ahí donde todos nos reconocemos como formando parte de la Única Realidad. La variedad de las vivencias y miradas no puede separarnos sino despertar el asombro, la más viva admiración por la fecundidad creadora de Al-lâh.
El ayuno nos transforma. La normalidad se ve inundada por una sensación etérea, el cuerpo deja de pesarnos y descubrimos una fuerza que hasta ese momento nos había permanecido velada, como esperando el ayuno para desvelarse. Día a día sentimos afirmarse nuestra capacidad de encaminar esa fuerza, de darle un desarrollo. Es entonces cuando el estómago vacío, lejos de traernos dolor o desesperación, nos trae una sensación de euforia contenida, la dulce sensación de estar sumergidos en Al-lâh. Nos entregamos esta sensación con una alegría confiada, envueltos entre mantas, buscando el calor de lo Infinito. Es así como el ayuno nos va mostrando unas reservas de energía que están en lo más hondo y de las que habitualmente no somos conscientes, unas fuerzas de concentración y una capacidad de renovarse que ahora se muestran propicias compañeras de nuestras intenciones más hermosas. Con el ayuno rompemos las barreras del ego y penetramos la Presencia. Las puertas del Jardín se abren, y el resplandor desierto de la luna reclama de nosotros un saludo. Nos movemos con su movimiento y sabemos que en ella se refleja el sol del mismo modo que en todo se refleja la Luz de Al-lâh.
Todo aquello que nos atemorizaba se muestra inconsistente ante la Majestad y la Belleza, y podemos sentir como Al-lâh nos envuelve con sus Signos. Entre estos nos llama la atención el sabor de la comida, de unos alimentos que estallan en la boca. Agradecemos a Al-lâh el habernos dado los frutos de la tierra, el agua y alimentos con que saciarnos, y deseamos compartir esos dones. Las puertas del Jardín se abren para ofrecernos los sabores de la vida, las sensaciones renovadas en el estar haciéndose del mundo. La gama de colores se ofrece a la mirada, y cualquier pequeño detalle que podemos captar con los sentidos se presenta como una maravilla. El ayuno nos ha abierto las puertas de la percepción, nos ha hecho más sensibles a las apariencias. Al mismo tiempo, nos sume en un estado de transparencia, donde la luz prospera desde el fondo de nuestra servidumbre. Estamos en el instante desde el momento en que la percepción se muestra como un todo. Ya no podemos diferir nuestros anhelos, pues el cuerpo nos reclama a la presencia, nos hace ser conscientes de cómo cada milímetro de nuestro cuerpo está siendo surcado aquí y ahora por corrientes. Corrientes de sangre, de luz, de epifanía. Vivimos el presente de nuestro palpitar amenazado, de la respiración portadora de un Mensaje: muerte y renacimiento, conciencia de los límites y esfuerzo por mantenerse firme en esa transparencia. Es así como el Ramadán nos anega, inunda nuestros días y nos enraíza en el recuerdo de Al-lâh.
Mucho se habla últimamente del yihâd, tratando de asociar esa palabra al supuesto carácter belicoso de los musulmanes. Durante el mes de Ramadán estamos en las mejores condiciones para presentarnos ante aquellos que nos demonizan y explicar en que consiste ese yihâd, ese esfuerzo por hacernos dignos depositarios de la ámana, de esa confianza con que Al-lâh ha distinguido al hombre. Justo en estos tiempos donde el Shaytán actúa desarraigando pueblos, uniformando a los hombres y tratando de anular su dimensión más humana, el ayuno se constituye en una respuesta, en un rechazo del capitalismo salvaje y de la sociedad del despilfarro, de la depredación y de la muerte, en favor de la purificación interior y del cuidado exterior del mundo. El islam crece, desbarata los planes del Shaytán con una suavidad que asombra. La Rahma, la Misericordia Creadora de Al-lâh, se propaga por el mundo. Ninguna bomba es capaz de alcanzarla, ninguna ideología podrá desactivarla, pues ella pertenece al despliegue de la vida con anterioridad a nosotros, seres finitos, acabables.
El Hajj o peregrinación mayor
El quinto pilar del islam es la peregrinación a Meka, que tiene lugar en fechas concretas cada año de acuerdo al calendario lunar. Todo musulmán con posibilidades tiene la obligación de realizar el Haÿÿ al menos una vez en la vida. Para la comunidad musulmana mundial es la ocasión para la toma de conciencia de su extensión y de su fuerza. Más allá de las imágenes de multitudes dando vueltas alrededor de la Kaaba, la peregrinación es una experiencia espiritual devastadora. Consiste en ir al centro simbólico del universo. Según la tradición, la explanada donde está la Kaaba fue el primer lugar en emerger de entre las aguas cuando la tierra era un mar primigenio. Por ello Meka es llamada la Madre de los Pueblos. Ir a Meka representa regresar al seno del que todo procede para descubrir la vaciedad de nuestros sueños. Es un viaje al corazón, al centro de cada uno. El cuerpo físico que recorre distancias enormes coincide con un movimiento espiritual que concentra al hombre en su propio ser y lo reconcilia con su latido, con su propia corporalidad de peregrino. Realizar las circunvalaciones alrededor de la Kaaba es dar vueltas al propio misterio de la vida sin poder tocarlo. En uno de los ángulos de la Kaaba se halla la Piedra Negra. Frente a este objeto inerte pero fuertemente numinoso el musulmán descubre lo que significa orientar toda su existencia hacia el Uno-Único.
Desde hace unas décadas, la peregrinación a Meka se ha convertido en un acontecimiento de repercusión internacional. Cada año, cerca de dos millones de personas peregrinan al unísono, con todo lo que ello significa: masificación, billetes de avión, reserva de hotel, avituallamiento, problemas de seguridad, avalanchas. Con todo esto, la peregrinación en el islam ha dejado de ser un acontecimiento íntimo para pasar a ser un fenómeno de masas. Sobre este hecho hemos realizado la siguiente reflexión. No pretende ser ‘conferencia magistral’, ni siquiera constituirse en un discurso. Se trata más bien de evocar una palabra e insertarla en nuestra realidad contemporánea. La palabra que nos congrega es la palabra ‘peregrinación’, una palabra antigua, que ejerce un poder de atracción. Una palabra con un largo prestigio, cuya sola pronunciación nos estimula. El dominio al que pertenece esta palabra, ya lo sabemos, no es de este mundo. Pero, ¿cuál es este mundo al cual la palabra peregrinación no pertenece? Precisamente, eso que llamamos lo mundano, el mundo de las imágenes prefabricadas, de los estereotipos, el mundo de los iconos que es una de las idolatrías contemporáneas más firmemente establecidas. Un mundo en el cual la banalidad es norma, pretende pasar por lo normal e incluso hacerse normativa. En relación a la peregrinación, se trata de la sustitución de las imágenes prefabricadas de la misma por la realidad o autenticidad de la experiencia.
La palabra peregrinación no señala únicamente la acción de desplazarse de un lugar a otro, no es un mero viajar, sino una experiencia que esta acción desencadena. Precisamente, la experiencia interior del peregrino es lo que las imágenes son incapaces de captar. Al tratar de reducir a un icono mediático esta experiencia la estamos velando, haciéndola aún más inaccesible. Así pues, los que miran a la masa de peregrinos desde fuera, con las anteojeras de sus prejuicios, solo puede ver a gentes de vacaciones que utilizan la excusa de la religión para desplazarse. Esta tal vez sea una de las paradojas más acusadas de la espiritualidad humana en el tiempo de la imagen. La imagen solo es capaz de mostrar el rostro más externo. A veces, este rostro puede llegar a ser muy hermoso, demasiado hermoso. La belleza exterior de las imágenes de los peregrinos caminando por bucólicos paisajes no puede reflejar el estado ni el desgarro interior del peregrino. Porque, es necesario decirlo, una peregrinación puede ser muy fastidiosa, todo menos unas cómodas vacaciones en la playa.
Otra paradoja se produce cuando insertamos la palabra ‘peregrinación’ en el mundo del comercio. En el momento que la peregrinación se transforma en mercancía, es lógico que su representación publicitaria esté pensada para venderla, como un producto más que tiene que competir con una amplia oferta. Es en este momento cuando nos encontramos con las imágenes más banales aplicadas a algo que nosotros vivimos como trascendente, cuando el mundo de la imagen-mercancía y el mundo de la espiritualidad se combinan de forma extravagante. No hay más que fijarse en los anuncios del tipo “viaje a Meka, abra las puertas del Paraíso”… por un módico precio. La pregunta es: ¿qué diferencia hay entre vender un conche o vender una peregrinación? En realidad, pretender que exista una diferencia es ilusorio. Vender es vender, y hay técnicas casi científicas, estudios de la mentalidad humana que señalan como hacer más atractivo el producto en cuestión. No seamos aguafiestas. No hay nada malo en utilizar estas técnicas publicitarias para ‘vender peregrinaciones’. Sin duda, mejor vender una peregrinación a Meka que turismo sexual a países del llamado tercer mundo… Mejor la ilusión religiosa que no la realidad mezquina de aquellos que son incapaces de ver en la mujer otra cosa que carnaza.
Todo esto parece muy negativo. Sin embargo, no pretendemos lanzar un sermón o lamentarnos de la oscuridad de los tiempos. Al contrario, escribimos imantados por el prestigio una palabra antigua, el dominio que la palabra ‘peregrinación’ ejerce todavía sobre las conciencias. Lo importante es que la experiencia espiritual se produce. Como o porque son cuestiones que están más allá de nuestro dominio. Se trata de un regalo que Al-lâh da a quien quiere y cuando quiere. Solo podemos invocar la misericordia divina, el simpathos divino, capaz de rasgar los velos más densos, capaz de manifestarse a través de las imágenes y estratagemas mediante las cuales los hombres tratan de velarlo. La capacidad de realizar esta experiencia llamada ‘peregrinación’ permanece íntegra en el corazón del ser humano, más allá de los condicionamientos exteriores. Y esto es así porque la peregrinación es un anhelo, algo que todos deseamos. No se trata de un elemento cultural o litúrgico, sino anterior a la cultura y la liturgia. El anhelo del peregrino forma parte de la condición human.. En cierto sentido, lo define como ‘humano’. No podemos, pues, quedarnos con el envoltorio. Hay que ir más allá de las imágenes hacia el corazón del peregrino. Lo importante es el impulso que lleva a millones de personas a peregrinar cada año, a dirigirse a los lugares sagrados. La palabra ‘peregrinación’ nos pone en marcha, enciende un resorte secreto. A lo característico del lugar se acopla la predisposición del peregrino. El encuentro es inevitable.
¿Cuál es este anhelo que, en cierto sentido, define la búsqueda espiritual del ser humano como un peregrinar hacia Al-lâh? Un modo de definirlo es destacar los elementos comunes que aparecen en las distintas tradiciones. Todos los lugares de peregrinación tienen un envoltorio propio, su propia historia. Esta historia es lo que los vincula a una religión concreta: la Meka al islam y Santiago al cristianismo. Tanto Santiago como Meka se remontan más allá de su presente, hacia un origen prestigioso. Así pues, nos encontramos con tres planos que debe recorrer el peregrino. En primer lugar, lo propiamente religioso: el plano histórico-religioso es el más elemental, tal vez el más valioso. Nos remite a nuestra pertenencia a una religión constituida, al encuentro y la comunión entre los fieles. En segundo lugar, un plano que podemos llamar ‘mítico’, y que se refiere al origen de la peregrinación. En el caso de Santiago de Compostela, se trata de la peregrinación realizada por el Apóstol Santiago. En el caso de Meka, la fundación de la Casa Inviolable de Adoración por el profeta Ibrahim y su hijo Ismael, sobre las ruinas del templo erigido por el profeta Adán, que la paz sea con ellos. En tercer lugar, queremos referirnos al propio carácter del lugar donde se produce la peregrinación, a lo anterior a los elementos históricos, míticos, e incluso religiosos.
Los lugares de peregrinación lo son por algo. Hay algo en esos lugares que los ha convertido en centros de peregrinaje desde los tiempos más remotos. Y este ‘algo’ que caracteriza estos lugares es su secreto, su eficacia por encima de toda circunstancia. En árabe, existe una palabra que define este carácter telúrico que sobrecoge. Es la bâraka, palabra que suele traducirse como “bendición”, pero cuyo sentido es muy telúrico. La bâraka es algo que emana de ciertos objetos, lugares, y momentos. La bâraka es, ante todo y sobre todo, el agua (lluvia, manantiales, ríos, lagos). En castellano mismo ha quedado plasmado con el sello del sentir musulmán lo que es “un depósito de agua en medio del campo”: “alberca”, es al-birka, lo que contiene la bâraka. De ahí que en los lugares de ‘peregrinación’ siempre haya un elemento de agua. En Meka, la fuente de Zamzam, en Compostela, el propio abocarse a las aguas viniendo desde oriente. Siempre hay un acontecimiento en un lugar sagrado que nos remite a un acontecimiento originario. Recién vengo de Bretaña, cuya patrona es Santa Ana, la madre de la Virgen María. En la ciudad de Sant Anne d’Auray se sitúa un centro de peregrinaciones, establecido en el siglo XVII, pero que reivindica un origen mucho más antiguo. Los mismos elementos que en la peregrinación a Meka: la fuente, la recuperación de un rito pasado, en un lugar que goza del prestigio de lo antiguo. Este lugar es Finisterre, es la Piedra Negra, o el monasterio del gran monasterio budista de Nava Vihara, en Bactria. Es Sant Anne d’Auray, el centro de peregrinaciones en Bretaña. No se trata de un lugar cualquiera. Cerca de allí se encuentra Carnac, la concentración de menhires más grande del mundo, en la costa sur de Bretaña, una región telúrica donde las haya, muy emparentada con Galicia.
Es, precisamente, este telurismo lo que facilita la experiencia. El sentimiento que estamos evocando es esencialmente primitivo, la búsqueda de los orígenes. Para algunos asustadizos, aquí se roza el paganismo, lo anterior al Islam o al cristianismo histórico. Las religiones tiemblan, los doctores de todas las iglesias tienen miedo cuando los creyentes se sitúan solos ante la divinidad, cuando sobran los intermediarios. No nos confundamos. No se trata de ningún paganismo, de ningún naturalismo más o menos cándido, sino de la desnudez esencial del creyente ante su Señor. Una desnudez total, un despojamiento que tiene mucho de desgarro, un viaje hasta la tierra yerma pero bendecida, hacia ese desierto interior que nos libra de toda idolatría, y donde solo queda la misericordia de Al-lâh. Por eso, la peregrinación tiene como una de sus cumbres la plegaria, porque el peregrino es aniquilado, queda solo, se reconoce desvalido y carencioso ante la infinitud de la misericordia. No queda de nosotros más que un hilo de voz que se desangra: ‘Al-lâhuma, dame, ayúdame, sálvame’… siempre implorando Su presencia, Su manifestación en nuestras vidas. Ante la Piedra Negra de la Ka’aba, todo lo demás se desvanece. Estamos solos ante el objeto de nuestra búsqueda, un lugar que nos sitúa ante el misterio de nuestro nacimiento último, del vacío de representaciones del cual venimos y al cual nos abocamos. No podemos penetrar la Piedra, tan solo dar vueltas a su alrededor. No hay más que eso.
¿Qué queremos decir con todo esto? Todo peregrino sabe que lo importante es el lugar. No se peregrina a cualquier lado, ni se puede escoger a la carta el lugar de peregrinación. Ir a Santiago o ir a Meka es siempre una peregrinación, con tal de que se sepa. Todos los peregrinos se benefician de ese viaje, en la medida en que saben que están dirigiéndose a un centro de peregrinaje, a un lugar especial. Estamos hablando de algo anterior a los elementos históricos o míticos de nuestras tradiciones. Pasar de estos planos al tercero es tal vez lo más difícil y arriesgado. Y sin embargo, este plano telúrico es tal vez lo más inmediato al ser humano, relacionado con su naturaleza más profunda. Para captar la bâraka del lugar no es necesario ningún espíritu crítico, ni conocimientos históricos o teológicos. De ahí que la peregrinación tenga un efecto tan brutal en los creyentes más simples, que no son sino los mejores creyentes, los más creyentes. Y digo esto sin el menor asomo de ironía. Las muestras de pasión desaforada que vemos en los lugares de peregrinación pueden constituir un escándalo para nuestras pretensiones racionalistas, e incluso preocupar a cierta ortodoxia recelosa de todo aquello que escapa a su dominio. Precisamente, ese escapar es el punto de fuga de los planos histórico y mítico que caracterizan a los lugares de peregrinación, pasar de los planos civilizados a lo puramente telúrico, al puro encuentro con las bendiciones o bâraka de los santos lugares. Estamos hablando de algo muy sencillo. Recibir esas bendiciones directamente, sin mediación alguna. Este es el anhelo secreto del peregrino. Cuando esto sucede, el corazón, inevitablemente, se desborda. Nadie sabe lo que le sucede, pero intuye la presencia de Al-lâh, su cercanía. Nadie esta preparado para esto. De ahí el desbordamiento, el desmoronarse de todas las ficciones que hemos construido, de todas las ilusiones de ser y de dominio de las que vivimos rodeados. Ante la cercanía de la divinidad, todo lo superfluo se desvanece. Al-lâh es el único objeto de la busca, el único sentido del peregrinaje. Incluso el lugar, con toda su historia y su bâraka, no es sino una excusa que hace posible la realización de nuestro verdadero anhelo.
¿Cómo es posible calificar la peregrinación como una experiencia mística? ¿Acaso esto no es contradictorio con lo que pensamos de la masificación? Aquí nos encontramos con una paradoja, los signos de los tiempos. Para que este acontecimiento místico sea posible como fenómenos de masas, el envoltorio que conocemos como turismo es necesario, diría imprescindible. Así pues, la peregrinación es al mismo tiempo mística y turismo, lo cual sin duda está presente en cada peregrino. En realidad, la masa de los peregrinos arropa la experiencia. En el haram de Mekka, uno se tiene que sentir como una hormiga. Más de dos millones de personas rezando al mismo tiempo en el mismo lugar y a la misma hora. Somos uno más dentro de la masa, lo cual quiere decir que apenas somos nada, una criatura desvalida. Este sentimiento facilita la experiencia, y tiene la ventaja de evitar el orgullo de tenerla, la presunción de ‘ser un místico’ y tonterías de este tipo. Nuestra experiencia lo es todo y apenas si tiene importancia. Nuestra experiencia individual no es nada especial, no somos seres extraordinarios sino simples peregrinos, criaturas pasajeras. No somos san Juan de la Cruz ni ibn ‘Arabî. Para la masa de los peregrinos, la banalidad de su experiencia es la garantía de su autenticidad. No hay pretensión, sino apenas capacidad de recibir la bendición del lugar y desbordarse en llanto. No hay artificiosidad, sino sudor masificado, un cierto malestar provocado por la masa humana. Dentro de la masa nadie nos observa. Estamos ante Al-lâh. A cada uno le es dado según su grado de conciencia. Dejemos a los mirones y a los críticos que califiquen a la peregrinación como ‘turismo religioso’, o que se complazcan en destacar sus aspectos más externos, incluso lo grotesco. Todo esto, a los creyentes nos trae sin cuidado.
Una experiencia mística masificada. Esto constituye un auténtico escándalo para todos aquellos que han anunciado solemnemente (como se anuncian las grandes tonterías) la ‘desacralización del mundo’. Para el creyente, la vida está en su comienzo, la misma maravilla, la misma intensidad, las mismas condiciones eternas de la vida y el mismo esfuerzo en el camino del retorno. Modestamente, creo que este es el secreto de la peregrinación, de su consolidación en el presente como un fenómeno de masas. La peregrinación es siempre un acontecimiento que trastoca al peregrino. Un acontecimiento místico, en el sentido de que nos aboca al misterio insondable de Al-lâh.
Sr Abdenur Prado,
porque no hablas de la revolución en el ISlam y lo que nos dice el Islam acerca de lo que debe hacer cada uno respecto a cuando pasan masacres como las de Palestina, en las cuáles todos nos quedamos como meros espectadores.
Me interesaría saber que dice la espiritualidad islámica acerca de cómo cada uno de nosotros debería actuar en este estado de situaciones.
Ya que eres tan directo en algunas cuestiones respecto el Islam porque no lo eres respecto la política genocida en la que estamos sumergidos. Y de paso te digo a ver si te dejan poner tu futuro articulo en «el pais» o «el periodico».
No me vendas espiritualidad cuando tus acciones pueden llegar a ser de lo más cobardes en un momento dado.
Y poner en webislam más videos de Palestina si es que lo que os interesa bien es informar.
Islam moderado, le digo a Mansur Escudero que se deje de ser el político correcto del Islam. O vais a convertir el Islam en una especie de Yoga tibetano tambien?
El islam no es una religion para salvaros de vuestro vacío espiritual en un momento dado, es una religion para llenaros de revolución espiritual en el sentimiento y la acción.
No me vendas filosofía Abdenur, y da de ti lo que tienes y si no tienes que sepas que no todos somos ciegos en esta vida y sabemos distingir lo que hay detras de las palabras de quién las escribe, así que deja de moderar con palabras politicamente correctas lo que son asesinatos al ser humano. y a ver si te atreves a criticar a quién se debe, igual que lo has hecho en otros temillas.
Publica artículos respecto a Palestina ya que eres pensador, poeta, articulista, casi llamado periodista y todo…..A ver tu revolución y tus palabras si saben dar directas donde duele, o se limitan a ser la mal llamada política del Islam moderado que habla en términos generales de «paz», «bondad», para no mojarse en nada a la hora de la verdad.
No te pido perdon por estas palabras ni siquiera pretendo que las publiques, porque mi rabia la descargo en este mensaje a una persona que en estos momentos la veo invisible ,así como tantos otros que se dedican a vivir del ISlam, no para el ISlam.
Adios.
Wa aleykum salam
No te preocupes por los insultos, estoy acostumbrado, y sé que el soportarlos con paciencia forma parte del yihad en el camino del islam. Así que gracias por los insultos!
He enviado dos artículos sobre el genocidio en Gaza a El País y El periódico… pero no los publican. Si quieres saber mi opinión, publiqué un artículo sobre el tema en la portada de webislam el día 28:
Terror israelí frente a la causa Palestina:
http://www.webislam.com/?idt=11862
También he escrito un artículo En contra del término «musulmanes moderados». Yo no soy un musulmán moderado, un término acuñado por los neocón para dividir a los musulmanes. Y a raíz de tu mensaje, parece que la táctica les va dando resultado: ¡no te dejes manipular tan fácilmente!
Al margen de eso, creo que el estudio y el reforzar el imam es importante. Una acción que no sea realizada con plena conciencia de Al-lâh es una acción vacía.
Trabaja tu rabia, no la malgastes en insultos vacíos y en caluminias. Esa misma rabia puedes canalizarla para algo más positivo, que realmente sirva a la causa palestina.
Un saludo,
Abdennur
[…] Arkan al-islam. Los pilares del islam […]
doy gracias todos los dias a dios k soy musulmana