El retiro espiritual es una práctica de adoración extrema. La palabra árabe jalua significa vaciedad, estar a solas. Es un acto de abandono total, al cual nos mueve el deseo de Al-lâh, de eliminar en nosotros mismos y a nuestro alrededor todo aquello que sentimos como un velo. Quien emprende el jalua, como un hombre muerto, renuncia a todo lo del mundo y a las apariencias. Se recluye en soledad y repite continuamente el nombre de Al-lâh. El profeta Muhammad, que la paz y la salat de Al-lâh sean sobre él, tenía costumbre de hacer jalua. Fue en uno de estos retiros en una cueva del monte Hirâ cuando vino a su encuentro Yibril, el ángel de la revelación. La palabra hirâ significa: lugar de la disminución y de la mengua. Todo lo que uno sueña ser desaparece hasta enfrentarnos cara a cara con la nada. La revelación se produce en las entrañas de la cueva, en lo insondable del corazón cambiante, del centro fluctuante. Aprender a morir significa aprender a estar a solas con Al-lâh, buscar Su intimidad como un suicida. Tener la conciencia clara de que estamos ante Al-lâh significa desaparecer completamente.
La espiritualidad es el desarrollo de la sensibilidad más allá de los sentidos. Hay una sensibilidad de la piel y de la piedra, un sexto sentido y una mano en el sueño que recorre los mundos. A ese estado de sobrenaturaleza se llega mediante la apertura a los signos: un modo inmediato de comunicarse con las cosas, de estar en el mundo, que nos hace capaces de “escuchar”, ver y oír aquello que nos moviliza, la luz que nos guía hacia si desde el corazón o centro de las cosas. Nosotros no podemos comprender lo que es sentir plenamente porque nacemos como anestesiados. La pérdida de sensibilidad nos parece horrible, pero nosotros mismos nos lo hacemos a diario. Embotamiento sensorial: televisión, alcohol, drogas, coca-cola, sexo rápido, comida basura, competitividad, crueldad hacia los débiles, ausencia de ternura. Este es el mundo al cual nos vemos abocados: ¿qué más claro testimonio de la actitud del kâfir contra el mûmin que la pérdida de la compasión como criterio?
Siguiendo el ejemplo de Muhámmad (saws), la práctica de la jalua ha sido una constante en la historia del islam. En la obra de Martín Lings sobre el Shayj al-Alawî, Un santo sufí del siglo XX, se explica que el Shayj tenía la costumbre de hacer que sus discípulos entrasen en jalua. Martín Lings escribe:
«Si el recuerdo de Al-lâh es el aspecto positivo o celestial de toda mística, su aspecto negativo o terrenal es el renunciamiento a todo lo que no sea Al-lâh (…) una de las prácticas para conseguir la permanencia de este retiro interior es el aislamiento corporal, que, en una forma u otra, de manera constante o temporal, es una característica de casi todas las órdenes contemplativas.»
Sobre esta práctica, uno de los discípulos del Shayj al-Alawî, ‘Abd al‑Karîm Jossot cuenta que el Shayj le dijo:
«La jalua es una celda en la que pongo al novicio después que me ha jurado no abandonarla durante cuarenta días si fuese necesario. En este oratorio no debe hacer nada más que repetir incesantemente, día y noche, el Nombre Divino (Al-lâh), alargando en cada invocación la sílaba “ah” hasta que se le acaba el aliento. Previamente debe haber recitado la Shahâda (lâ ilâha illa‑L-lâh), setenta y cinco mil veces. Durante la jalua ayuna estrictamente durante el día y sólo rompe el ayuno entre la puesta del sol y el alba… Algunos fuqarâ obtienen la iluminación súbita al cabo de unos minutos, otros sólo la obtienen al cabo de varios días, y otros al cabo de varias semanas. Conozco a un faqír que esperó ocho meses. Cada mañana me decía: “Mi corazón está todavía demasiado endurecido”, y continuaba su jalua. Al final sus esfuerzos fueron recompensados.»
Para que un retiro espiritual sea efectivo, debe existir una voluntad manifiesta de iniciación, así como una preparación psicológica previa. Se realiza asistido por un maestro o en un marco de conocimiento. Queremos sin embargo expresar lo que puede llegar a suceder en un encierro realizado sin un guía, debo referirme a la única experiencia a la cual he tenido acceso. Todos los contemplativos desaconsejan esta clase de retiros, realizados caóticamente, sin la preparación precisa. Son muchos los peligros que se corren: horribles alucinaciones, pérdida del equilibrio, ataques de pánico, cambios de humor, terribles pesadillas. El pensamiento se acelera hasta abrirse a lo que se sitúa más allá de los sentidos, y esto provoca una pérdida de referentes que roza la locura. Podríamos buscar en la literatura mística, opiniones de sabios que describen los procesos internos del novicio, o bucear en la literatura de la psicología clínica, pero he creído más gráfico reproducir un fragmento de prosa poética que refleja algunos de los estados mórbidos que alcanza el recluido. En este fragmento se refiere a un estado al que puede llegarse mediante la privación sensorial:
Hay un sabor a células y barro, sabor a sangre en la boca enterrada, sopor de cielo negro en la mirada. La noche, la inmensa medianoche tiene que cruzar muy lentamente, tiene que ir de un lado a otro del cerebro arrasando con todo. Al ocultarse nos obliga a imaginarla viva, a verla en la conciencia, a verla sin ojos, en nuestro corazón desheredado, poblado por tifones, por monstruos y titanes. Los oídos se cubren con un manto de seda negra, bajo el cual los suspiros estallan sin destino. Tocamos sombras y tocamos restos, la descomposición de nuestro cuerpo en barro, la creación desde la nada. Sentimos cada una de las células como se van descomponiendo. Sentimos el agua y la arcilla, una viscosidad desesperada… En las capas oscuras de la muerte, en los estratos minerales de un cuerpo grande como una montaña, en tu propio y viscoso interior, existe un precipicio. Es mucho más que oscuro, su apariencia es caótica y salvaje, es un pozo de pozos, la quintaesencia de los pozos. Ese precipicio te reclama: la muerte reclama tu desnudez de miedo. Reclama de ti todas las fantasías, todas las creencias, todas las coartadas. Te reclama como cuerpo desnudo y expuesto a la mirada de las ratas, te reclama como hombre, y no como ingeniero, estudiante, poeta, español, peruano, tendero, judío, creyente o europeo. Te reclama sin nada de todo eso, sin ni siquiera nombre, sin ningún signo distintivo, sin rostro y sin pasado, sin color de cabellos ni de ojos, tan solo como cosa viva, conglomerado de huesos y de sangre, de venas y de nervios, te reclama el estómago vacío, las vísceras hinchadas, los ojos arrancados. Ese precipicio, lo creas o no, es Al-lâh.
(Del ‘Libro de los súbitos’)
Este fragmento se refiere a la inmersión en lo que Jacob Bohëme llamaba el ungrund: el abismo sin fondo de lo indeterminado, en el cual nace el espíritu. También podríamos evocar la “luz negra” fisiológica de los teósofos persas. La luz negra está asociada con el Profeta Isa (la paz de Al-lâh y Su salat sean con él) y éste con la fuga de la muerte. El sentimiento dominante es el de descomposición, que afecta sobretodo a la propia personalidad. Un estadio donde se saborea la muerte y se amanece. Esto es parecido a lo que el novicio busca en la jalua: romper los límites del ego para recomponerlos en Al-lâh, ante Al-lâh, bajo el peso inefable de Su mirada, ante el resplandor de lo invisible. Romper con la propia identidad es encontrar la naturaleza primigenia y universal del ser humano, ese estado adámico de toda criatura antes de verse mediatizada, limitada a unas determinadas condiciones. Pero ese estado adámico no es una quimera. Se necesita una gran fortaleza para superar la prueba. Se necesita, verdaderamente, la ayuda de Al-lâh subhanna wa ta’ala para no quedar atrapados en el abismo de nuestra propia nada…
En las prácticas de iniciación, la privación sensorial tiene como objeto arrancar nuestros sentidos del tiempo lineal, donde los sabores se van uno tras de otro, para centrarlos en el tiempo presente, en lo absoluto del instante. Me explico (y trataré de hacerlo de la manera más gráfica posible, aún a riesgo de caer en la caricatura): si vamos deprisa no tenemos tiempo de captar del todo los sabores y olores que la Creación nos ofrece. Cuando nos cruzamos con una imagen o un paisaje hermoso necesitamos pararnos, tratando de retenerla el mayor tiempo posible. Dado que el instante tiene una dimensión interna que puede prolongarse, la privación sensorial consiste en lograr la fijeza de nuestras percepciones, hasta el punto de que esa temporalidad interna (circular) del instante se superponga en nuestra cotidianeidad a su dimensión causal (lineal). Es por eso que se trata de romper la conexión casual entre las cosas, con el objeto de ver que una cosa no sucede tras otra como un añadido, sino que cada instante aparece desde si mismo como una teofanía. Las percepciones no desaparecen, se vuelcan en lo indeterminado. Tras la ruptura con lo que nos rodea, aparece en primer plano la autopercepción, la conciencia de nosotros mismos. Solo cuando desaparece esta autopercepción estamos ante Al-lâh. Se trata pues de negar la sensibilidad en un plano para afirmarla en otro plano. El primero es lo que en árabe se llama Dunia: el mundo de las apariencias, donde todo sucede como consecuencia de otra causa, donde nada nos moviliza ni conmueve verdaderamente. El otro mundo es el Ajira: la presencia absoluta del instante, donde captamos a través de los sentidos la luminosidad del mundo.
Quien ha pasado experimentalmente (aunque sea de modo borroso) del Dunia (lo mundano) al Ajira (el Jardín) sabe que son el mismo mundo, que se corresponden milímetro a milímetro. Lo único que ha cambiado es su percepción de las cosas y los actos, su captación de la luminosidad de todo lo creado.
Pero a aquellos que han llegado a creer y hacen buenas obras dales buenas nuevas de que tendrán jardines por los que corren arroyos.
Siempre que se les den, como sustento, frutos de ellos, dirán:
“¡Esto es lo que antes recibíamos como sustento!”
(Qur’an, Sura 2 Al-Baqara, ayat 26)
Ahora mismo estamos en el Ajira, ahora estamos en el Dunia: lo que llamamos espiritualidad es una cuestión de sensibilidad. En los procesos iniciáticos, y en diversas culturas, en el trayecto de uno a otro estadio se realizan prácticas que podríamos calificar de privación sensorial. Existe un punto en el cual ya hemos penetrado, cruzado la frontera. Según el poeta José Lezama Lima: “a partir de un momento no hay retorno, ese momento es el que debemos alcanzar”. A partir de ahí el hombre ya se ha hecho “capaz de Al-lâh”, de reconocer la luminosidad del mundo.
En el Qur’an se llama mûmin al ser que mantiene la actitud de apertura (imân) de sus sentidos a la luminosidad del mundo y kafir a quien rechaza que esa luminosidad exista. Del mismo modo que el mûmin se desplaza del Dunia al Ajira, el kâfir se desplaza del Dunia al Nâr, el Fuego del infierno. El uno camina hacia el instante, el otro en busca del poder hacia la historia. El mûmin se mantiene en lo fluido, mientras el kafir se fija en una identidad, deja de hacerse receptivo a las nuevas donaciones de sentido. El kafir busca poder sobre las criaturas. Para tener poder hay que insensibilizarse ante el dolor ajeno, hay que ser absolutamente despiadado, calcular los beneficios fríamente. Es por eso que el Qur’an nos dice que kâfir (lejos de ser un ateo o un infiel, como se traduce habitualmente) es aquel que tiene “embotados los sentidos”:
“Al-lâh ha sellado sus corazones y sus oídos,
y sobre sus ojos hay un velo…”
(Qur’an, Sura 2 Al-Baqara, ayat 7)
Esos hombres son los kufar, gente cruel y zafia, que no han despertado el cuerpo sutil, que tienen ojos que no sienten, oídos que no piensan. El kâfir no solo rechaza sino que combate toda posibilidad de trascender el Dunia, pues esa trascendencia hace que su poder carezca de sentido. Mientras más trata de controlar el mundo más se acerca al Fuego. Mientras más controla más poder ficticio acapara, más capaz se hace de inventarse nuevos modos de destrucción de cualquier forma de sensibilidad que nos permita superar la dispersión, quedando liberarnos de la historia.
Existe una surat del Qur’an que expresa la dualidad entre el kafir y el mûmin de una manera explícita. Se trata, precisamente, de al-Kâfirûn (surat 109), y en la que se expresa los dos caminos corriendo en paralelo, sin poder tocarse:
Di: ¡Oh, vosotros, los kâfirûn!:
No reconozco como Señor lo que reconocéis,
ni vosotros reconocéis como Señor lo que reconozco.
Yo no soy reconocedor de lo que habéis reconocido,
ni vosotros sois reconocedores de lo que reconozco.
Tenéis vuestro camino y yo tengo mi camino.
Esta sura nos dice que no existe un encuentro posible entre kâfir y mûmin. Esto no quiere decir que el musulmán no hable con el que no es musulmán, sino que aún compartiendo en apariencia el mismo espacio (el Dunia), en realidad cada uno habita una realidad distinta: el kafir en el Fuego, el mûmin en el Ajira.
«y aquel que rechaza (man yakfur) utilizar su imân (bi-l-îmâni) sus actos entonces serán vacuos y él en el Ajira sería en medio de los perdedores».
El kufur tiene iman, pero no lo utiliza. Tiene sensibilidad, pero la niega. La palabra árabe kufar viene de la raíz trilitera K-F-R, que significa, literalmente, enterrar, borrar, negar. El traductor del Qur’án al francés Andre Chouraqui traduce la palabra kufar como “les efraceurs”, los borradores. Aquel que rechaza utilizar su imân es aquel que no realiza la apertura de sus sentidos, que no fluye con la Creación. Los actos de este hombre están vacíos… Los tiempos verbales son éstos: no dice: “estará en medio de los perdedores” sino “sería”. Es decir: en caso de considerarlo como un mûmin, sería de los perdedores.
Pero solo Al-lâh sabe.
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