Sin emperadores ni señores, sin jerarquías ni sacerdotes: una comunidad de hombres libres unidos en la conciencia de su precariedad de criaturas, de su origen común e increado. Una democracia mística o un anarquismo de espirituales. Así es el Reino de Dios sobre la tierra, tal y como lo vislumbraron anarquistas místicos, utópicos de tertulia, milenaristas y demás palafreneros de la historia. El límite de esta ensoñación aparece a la hora de llevar a cabo la promesa igualitaria. Partimos de una situación precisa. Si soñamos establecer el Reino de Dios es porque nos falta, porque nuestro presente está dominado por tinieblas. El presente no es nuestro, sino algo que nos ha sido impuesto como un arcaísmo por las generaciones anteriores. Arrastramos una carga, construcciones de piedra, estructuras de metal bajo cuya aparente solidez se anuncia nuestra ruina. Tratados internacionales, instituciones, constituciones, todo un aparato legal impuesto desde fuera. Llegamos a un mundo en el cual todo eso ha sido añadido a las condiciones primeras de la vida, un peso de cientos de años y miles de legajos que no logra responder a nuestro anhelo. Realizamos un barrido imaginario, imaginamos el mundo sin las innumerables coacciones que restringen la realización de nuestro anhelo:
¡Hay de aquellos que dictan leyes injustas y prescriben tiranía
para apartar del juicio a los pobres,
para privar de derecho a los afligidos de mi pueblo…!
¿Y qué haréis en el día del castigo?
¿Cómo os libraréis de la catástrofe que os llega desde lejos?
(Isaías 10; 1-3)
La palabra profética irrumpe como una llamarada, rompe con el presente y nos proyecta hacia el futuro. Una imagen se va formando, va emergiendo en la conciencia. Es la Utopía, aquello que todavía no es pero que pugna por hacerse realidad. Entramos en la historia, se proyecta nuestra imaginación sobre el presente. En medio de lo dado surge la idea de comenzar de cero, de volver a habitar la tierra al margen de las leyes, en la propia Ley que Al-lâh ha establecido, las condiciones eternas de la vida. La Ley de Al-lâh nos colma, está hecha a la medida del hombre en cuanto a criatura transcendente. Surge así la idea de un derecho natural, que nada tiene que ver con las leyes creadas por sacerdotes y juristas para servir a intereses de clase contra los intereses de la mayoría. Derecho natural, que no ha sido creado por el hombre, sino que emana de la propia naturaleza, de las condiciones eternas de la vida. No existe una sola ley humana que no sirva al que la hace. Así, frente a nuestro anhelo igualitario se yergue un aparato represor, que llamamos Ley, que llamamos Poder, que llamamos Iglesia, que llamamos Estado. Un Poder que trata de hacerse pasar por nuestro amigo, que trata de mostrar un rostro generoso. Un Poder que nos coacciona para nuestro bien, que nos protege y nos ofrece una explicación plausible, una justificación a ese legado. Nos sumergimos en nuestro verdadero anhelo y comprobamos que nada tiene que ver con todo eso. Nuestro deseo se orienta al paraíso, a la plenitud del ser humano. La pregunta parece inevitable. ¿Qué hacer con los señores y con los sacerdotes que usurpan el nombre de Dios en vano, por vanidad y prepotencia? No hay lugar en la tierra para tanta podredumbre, para el Poder de los tiranos…
¡Ay, Asur, bastón de mi ira, vara que mi furor maneja!
Contra gente impía voy a guiarlo,
contra el pueblo de mi cólera voy a mandarlo,
a saquear saqueo y pillar pillaje,
y hacer que lo pateen como el lodo de las calles.
Pero él no se lo figura así, ni su corazón así lo estima,
sino que su intención es arrasar y exterminar no poca gente…
(Isaías 10, 5-7)
El grito de Isaías resuena a lo largo de la historia, como un deseo de retorno a las condiciones de vida establecidas por Al-lâh. Un deseo que pasa por destruir el orden constituido. En uno de sus sermones a los campesinos ingleses en 1381, el sacerdote revolucionario John Ball exclamaba:
«Si todos nosotros descendemos de un solo padre y de una sola madre, Adán y Eva, ¿cómo pueden los señores decir y probar que ellos son más señores que nosotros, salvo que ellos nos hacen cavar y cultivar el campo para que puedan despilfarrar lo que producimos? Ellos visten terciopelo y seda, mientras nosotros nos cubrimos con pobres telas. Ellos tienen vinos, especias y pan blanco, mientras nosotros solo tenemos centeno, salvado y paja, y solamente agua para beber. Ellos viven en suntuosas residencias y castillos, mientras nosotros tenemos afanes y trabajo, siempre en los campos bajo la lluvia y la nieve. Pero de nosotros y de nuestro trabajo proviene todo aquello con lo que mantiene su pompa y boato… Buena gente, las cosas no pueden ir bien en Inglaterra hasta que todas las cosas sean comunes y no haya ni villano ni noble, antes de que todos nosotros seamos de la misma condición.»
Según la descripción del cronista Walsingham, John Ball afirmaba que todos los hombres fueron creados iguales, y que la servidumbre y jerarquías eran una perversión de la Creación de Al-lâh introducida por los hombres. Ha llegado el momento en que el pueblo es capaz de alzarse contra la tiranía de los nobles y de los obispos, para recuperar la libertad por la que siempre ha suspirado. Hay que suprimir las leyes creadas por el hombre y reestablecer la Justicia, el estado igualitario como condición natural del ser humano. La comunidad de los fieles debe sustituir al orden jerárquico de los privilegiados. Sólo con el fin (¿el exterminio?) de todos los señores es posible pensar la realización de la Utopía… En 1381, John Ball sufrió martirio con miles de sus seguidores. Su cuerpo fue colgado y descuartizado. Esta historia es conocida, se repite una y otra vez. No es una historia cualquiera, sino la propia historia.
El caso de Ball es sólo uno entre cientos. La historia de Europa (¿de la humanidad?) es un continuo de rebeliones contra la tiranía, de movimientos insurgentes, de revueltas y matanzas, el esfuerzo (yihad) de los más desfavorecidos por destruir un orden que se sostiene sobre el sufrimiento y sobre el hambre de los desfavorecidos. Después de la matanza, el Poder vuelve a enseñorearse, a reírse de las ilusiones, a barrer toda esperanza. Y sin embargo, la utopía permanece como un resorte secreto de la historia, hasta el punto en que un pensador-poeta como Schlegel pudo decir, sin sonrojarse:
«El deseo revolucionario de realizar el Reino de Dios es el punto de partida flexible de la educación y el principio de la historia moderna.»
Con la expresión “historia moderna”, Schlegel se refiere aquí a la historia de Occidente, al nacimiento de la modernidad y sus revoluciones sucesivas (filosóficas, científicas, políticas, estéticas). Esta idea es compartida por uno de los ideólogos del neoliberalismo, Isaiah Berlin, aunque desde una perspectiva crítica. Sobre la pretensión de retorno al “paraíso perdido” o a la “edad de oro”, escribe:
«Esta es una idea persistente que recorre el pensamiento europeo desde sus primeros inicios; está en la base de todas las viejas utopías y ha influido profundamente en las ideas políticas, morales y metafísicas de occidente. En este sentido el utopismo —la idea de una unidad rota y de su restauración— es un hilo básico del conjunto del pensamiento occidental.»
(El fuste torcido de la humanidad, p.42)
Realizar el Reino. La expresión nos remite al universo de la escatología, en especial a uno de los pasajes más sugerentes del libro del Apocalipsis.
Luego vi unos tronos,
y se sentaron en ellos,
y se les dio el poder de juzgar;
vi también las almas de los que fueron decapitados
por el testimonio de Jesús y la Palabra de Al-lâh,
y a todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen,
y no aceptaron la marca en su frente o en su mano;
revivieron y reinaron con Cristo mil años.
Los demás muertos no revivieron hasta que se acabaron los mil años.
Es la primera resurrección.
Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección;
la segunda muerte no tiene poder sobre éstos,
sino que serán Sacerdotes de Al-lâh y de Cristo
y reinarán con él mil años.
(Apocalipsis 20,4-6)
Y vi un cielo nuevo y una nueva tierra.
Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra
y el mar ya no existía.
Vi también bajar del cielo, de junto a Al-lâh,
la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén,
ataviada como una novia que se adorna para su esposo.
Y oí una voz potente, salida del Trono, que decía:
“Esta es la tienda de campaña que Al-lâh ha montado entre los hombres.
Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y Al-lâh mismo habitará con ellos.
Enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá más muerte,
ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido”.
(Apocalipsis 21; 1-4)
Todo lo viejo se ha desvanecido, este es el sueño de regeneración del presente, de una mirada libre de las telarañas del pasado, de una transparencia en todos nuestros actos. En la Promesa escatológica, la “campaña de Al-lâh” desciende “entre los hombres”: la Nueva Jerusalén se materializa entre las criaturas, para acabar definitivamente con el dolor, la muerte, el padecimiento del hombre en este “valle de lágrimas” que es la tierra. Es un anhelo irracional, algo completamente loco, como en la poesía de César Vallejo a los milicianos que dieron su vida por la República española:
¡Muerte y pasión de paz, los populares!
¡Muerte y pasión guerreras entre olivos, entendámonos!…
Proletario que mueres de universo, ¡en qué frenética armonía
acabará tu grandeza, tu miseria, tu vorágine impelente,
tu violencia metódica, tu caos teórico y práctico…!
¡Constructores
agrícolas, civiles y guerreros,
de la activa, hormigueante eternidad: estaba escrito
que vosotros haríais la luz, entornando
con la muerte vuestros ojos;
que, a la caída cruel de vuestras bocas,
vendrá en siete bandejas la abundancia, todo
en el mundo será de oro súbito
y el oro,
fabulosos mendigos de vuestra propia secreción de sangre,
y el oro mismo será entonces oro!
¡Se amarán todos los hombres
y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes
y beberán en nombre
de vuestras gargantas infaustas!…
¡Entrelazándose hablarán los mudos, los tullidos andarán!
¡Verán, ya de regreso, los ciegos
y palpitando escucharán los sordos!
¡Sabrán los ignorantes, ignorarán los sabios!
¡Serán dados los besos que no pudisteis dar!
¡Sólo la muerte morirá! ¡La hormiga
traerá pedacitos de pan al elefante encadenado
a su brutal delicadeza! ¡Volverán
los niños abortados a nacer perfectos, espaciales
y trabajarán todos los hombres,
engendrarán todos los hombres,
comprenderán todos los hombres!
(Himno a los voluntarios de la República)
La Utopía aparece siempre allí donde hay entrega y sacrificio, es como una locura contagiosa. Todo esto es muy cristiano, en el buen sentido (no confesional) de la palabra. Los milicianos de la República también luchaban contra las instituciones eclesiásticas, contra el orden corrupto de los señores y de los sacerdotes. El poeta sublima esta lucha hasta entrar en otro espacio, hasta hacerla coincidir con una conflagración eterna. ¿Es esto la escatología, una sublimación, una hipérbole, una exageración producto del entusiasmo, del dolor ante la muerte, de la no aceptación de la muerte de aquellos que han dado su vida por nosotros? El Corán nos dice algo parecido, sobre los mártires: “No digáis que están muertos”, y Tertuliano: “la sangre de los mártires es una simiente”. No, no pueden haber muerto, su ejemplo continúa, se han transfigurado y son parte del Reino de Dios, semillas de utopía. Aquí, la eternidad no es algo estático y lejano. Cesar Vallejo dice que es “hormigueante”, produce un escalofrío en el espinazo, una corriente que nos sumerge en el acontecer, en el río de sangre. Como para el jesuita Manuel Lacunza, la palabra eternidad no denota en el pensamiento bíblico
«…el sentido de prolongación infinita, vacía, abstracta y lineal del tiempo que nosotros le damos, sino que equivale al ‘tiempo’ en toda su extensión infinita. Por consiguiente, el término también puede significar ‘el caminar del mundo’ (eón), o, sencillamente, ‘el mundo’ mismo en cuanto totalidad de tiempo y de espacio.»
El sentimiento de eternidad está presente en cada uno, y esa pasión es la escatología, intersección del cielo con la tierra, renovación sin fin, victoria ante la muerte. Cesar Vallejo dice: “¡Sólo la muerte morirá!” Esto nos recuerda las palabras de Jesús en el Evangelio según Juan: “Yo os aseguro que el que acepta mi palabra nunca morirá”. También en el Apocalipsis, Al-lâh exclama desde el Trono: “¡Y no habrá más muerte!” ¿Qué quiere decir esto? Indica que el legado de los hombres ya no será una carga, todo será siempre nuevo, no permitiremos que las leyes nos constriñan, que se cosifiquen las palabras. Nuestras palabras serán una simiente y no una losa, posibilitadoras y no represivas. No dejaremos a las generaciones futuras un legado contra el cual tengan que luchar para poder desarrollarse como criaturas dotadas de razón, capaces de amor y trascendencia, capaces de Al-lâh.
Dios en el Corán nos dice: aquellos que han muerto por la causa de Al-lâh no están muertos, viven en nosotros, para nosotros, su lucha continúa en nuestro propio anhelo. Toda herencia será semilla de futuro, un aliciente para crecer y ampliar nuestro horizonte. De lo pasado sólo quedará lo que sigue siendo creativo. El motor de todas las grandes creaciones de la humanidad sigue presente, alimentando nuestro sueño, el resorte secreto de la historia. No permitiremos que los señores y los sacerdotes se apoderen de la Palabra de Al-lâh, que usurpen Su promesa y hagan de ella un instrumento para sus dominaciones. No permitiremos que conviertan a los genios de la humanidad en ídolos de piedra, que erijan estatuas de ellos en las grandes plazas, como un modo sutil de enterrar su mensaje, la utopía que nos mueve. No permitiremos que transformen las hermosas palabras —paz, belleza, democracia— en sus contrarios, que las sepulten bajo sus mezquinos intereses. Si lo hacen, tendremos que empezar de nuevo, en un aprendizaje lento y terrible, de desgarro en desgarro, de matanza en matanza, camino de la nada.
Existe una coincidencia significativa entre el lenguaje apocalíptico en un poeta como César Vallejo y en la Biblia. La exaltación igualitaria se expresa con metáforas de lo imposible: los sordos oirán, los ciegos verán, solo la muerte morirá. Un hermoso ejemplo lo encontramos de nuevo en Isaías:
Habitará el lobo juntamente con el cordero;
y el tigre estará echado junto al cabrito;
el becerro, el león y la oveja andarán juntos
y un niño será su pastor.
El becerro y el oso irán a los mismos pastos;
y estarán echadas en un mismo sitio sus crías;
y el león comerá paja como el buey;
y el niño que aún mama estará jugando en el agujero de un áspid;
y el recién destetado meterá la mano en la madriguera del basilisco…
El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros,
y borrará de toda la tierra el oprobio de su pueblo:
porque así lo ha pronunciado el Señor.
(Isaías, 11, 6-8 y 25, 8)
Este lenguaje es propio de la mística, del intento de decir lo indecible, la música callada, la cuadratura del círculo, el fuego que no quema, la plenitud de lo vacío. Hace referencia a la unión de los contrarios, a la resolución final de todas las contradicciones en Al-lâh. Esta es la pacificación a la que aspira el ser humano, a un mundo donde toda oposición haya desaparecido, donde todo encuentre su lugar, donde la balanza permanezca firme y el hombre en su morada, in sha Al-lâh. También la intersección entre lo humano y lo divino representada por el descenso de la Jerusalén Celeste, la realización de la Utopía.
Hemos citado a Cesar Vallejo por su proximidad, pero podríamos añadir muchos autores, algunos de los más grandes poetas de occidente. Esta insistencia da que pensar. ¿Escribió Cesar Vallejo su poema inspirado por el Apocalipsis? La referencia a las “siete bandejas que traen la abundancia” nos hace pensar que sí. De todos modos, afrontar el tema de la pervivencia de elementos escatológicos en la poesía de la modernidad en base a influencias culturales es errar el enfoque. Más bien, se trata de ver la recurrencia de estos elementos como un signo. No hablamos de algo cultural, de nada gratuito, sino de un mundo arquetípico que nos afecta del modo más directo, de la inmediatez de la Palabra. En Vallejo, la muerte de los milicianos es ya el fin del mundo, y este sentimiento provoca la emergencia de Utopía. Hay una lectura secular de todo esto, lo cual explica su aparición en poetas y pensadores ateos, en materialistas, posmodernos y marxistas. Infierno y paraíso aparecen en la conciencia, como polaridades que forman nuestra psíque. Todo en la escatología es reconocible, toca una fibra, hace vibrar algo dentro nuestro. Nadie puede quedar indiferente ante los contenidos de la escatología, pues afecta a la vida y a la muerte de toda criatura, a nuestra contingencia, a la inclusión de nuestra individualidad en la totalidad. Se trata de lo anterior y de lo posterior a nuestra breve vida, del alfa y el omega, del principio y del fin. Una vez más, al final de todos los caminos está Al-lâh, la Realidad Una-Única, lo indivisible, enteramente abarcador y enteramente misericordioso. No hay que adscribirse a una religión determinada para saber esto. Con ser poeta bastaría.
Todo el Libro del Apocalipsis está lleno de estas semillas, ha nacido de la intersección entre el cielo y la tierra. No se le puede pedir a la Palabra profética que cumpla las mismas leyes de concordancia creadas por el hombre. Siendo así, tampoco las podemos tomar como si fuesen un manual de uso sobre el fin de los tiempos, a la manera de un tratado de mecánica. Aquí no hay sucesos, sino acontecimientos espirituales. Todo nos remite a la hermenéutica. No por casualidad, los pasajes citados del Apocalipsis han sido objeto de miles de comentarios y especulaciones, como en general todo en este Libro, uno de los más hermosos fragmentos de la revelación.
Entramos en el terreno de la escatología, de los sucesos de los Últimos Días, de la deflagración universal. Estamos hablando de la resolución de la historia, de todas las historias, en una imagen arquetípica, que se adapta a múltiples lecturas, a diferentes circunstancias. Se ha señalado lo significativo de la inclusión de este libro cerrando el Nuevo Testamento, algo que convierte al resto en pura historia. Con el Apocalipsis, la Biblia entera es presentada como un todo, que empieza en el Génesis y termina con la destrucción del mundo. Nacimiento, muerte y resurrección, este es el resumen de todas las historias. Una narrativa que se bifurca, que contiene todo lo habido y por haber, lo que será y ha sido. Nada puede escapar ya a este esquema, un esquema que nos abarca y unifica. No hay más caminos, con el Apocalipsis se cierra el ciclo de la historia, una historia que es movida por el anhelo interno de la Jerusalén Celeste, para lo cual es necesaria la llegada del Apocalipsis.
No seamos ingenuos: todo entusiasmo tiene su reverso, llama a la decepción como complementario. También los fascistas que mataron a los mártires de la República llevaban la Biblia en sus mochilas de campaña. También existen himnos milenaristas entre los poetas del movimiento nacional, aunque sean poco conocidos y menos citados que el gran Cesar Vallejo. Todo esto merece una observación más detallada, penetrar en los intersticios de Utopía.
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